A pesar de los años arañados en la cara, supe que era ella en cuanto la vi. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez?
«Guarde los objetos metálicos en los casilleros de la entrada». Vuelve a sonar la cantinela sin que nadie abra la puerta.
Me giro con curiosidad para ver quién trata de entrar a la sucursal y allí está, presa en la jaula de cristal.
Nos diferencian veinte centímetros de altura, pero esta vez a mi favor. Para ver sus ojos tengo que bajar los míos, así tengo la certeza de que es ella, y disminuyo de nuevo.
Vuelvo a hacerme pis encima sin que mi vejiga vierta una gota. Y vuelvo a convertirme en piedra.
«Que acabe pronto, que acabe ya», martillea en mi cabeza.
Las puertas se abren y la siento a mi espalda. Sé que va a dirigirse a mí porque estoy al lado de la máquina dispensadora de turnos, que no funciona. Escucho su voz preguntándome si soy la última y solo puedo asentir con la mirada.
Regreso a la soledad de la clase de primaria, a sentarme en el pupitre con las piernas cubiertas de príncipe de gales.
─«Yo pecador me confieso a Dios», repite conmigo Martita ─susurra a mi oído.─ Tenemos que confesar los pecados ante nuestro señor, solo él puede perdonar nuestras afrentas.
Yo repito mientras su mano sube por mis muslos y recito hacia dentro «que acabe pronto, que acabe ya». Siento sus dedos cruzando la frontera de algodón de mis bragas, y peñascos de miedo, asco y culpa hacen aún más grises los cuadros de mi falda.
Acaba la oración y sus manos vuelven donde siempre están cuando no están bajo mi ropa, a entrelazarse bajo su barbilla, sirviendo de apoyo al pozo de estiércol que habita en su cabeza.
Me despide recordándome que el próximo miércoles tengo que quedarme después de clase. Hay que repasar el catecismo.
─Y lo más importante Martita ─me dice─ yo me confieso a Dios, recuerda, solo a Dios.
Hoy, cuarenta años después en la cola de un banco, siento como me invade la ira, y como se remueven en mi mente todos los cadáveres que ha ido dejando. La ausencia de sexo, las relaciones fallidas, los hijos que nunca tuve y ya no tendré, los psicólogos que me han tratado…
Todos ellos se encuentran reunidos en mi cabeza, diciéndome que le haga frente, que ahora es mi oportunidad de cerrar esa puerta que siempre ha estado entornada.
En mi boca se atropellan las palabras y los insultos tropiezan por salir. La busco a mi espalda y la descubro sentada en un rincón, esperando su turno. Con la mirada de búho convertida ya en gorrión, perdida en una silla que le viene grande.
Aunque solo yo sé que la cara no es el espejo del alma y que la suya está llena de ponzoña, cuando me acerco a ella reparo en sus manos, salpicadas de vejez. Me doy cuenta de lo fácil que sería ahora aplastarla entre mis dedos y hacerla desaparecer, me doy cuenta del alivio que le supondría.
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