Al término de la Primera Guerra Mundial, W. Wilson, presidente demócrata de Estados Unidos, decidió no repartirse territorialmente el mundo con Inglaterra, lo que convirtió a nuestros aliados allende los mares en la primera potencia de la historia de la humanidad que renunciaba a construir un imperio territorial a costa de los vencidos. A Wilson, le debemos el respeto por la independencia de los Estados y la creación de la sociedad de naciones, germen de lo que luego sería la ONU, como también le debemos por tanto la renuncia a las colonias y el inicio del proceso progresivo de descolonización, algo que sólo podía partir de la únicanación de la historia humana que, de ser una colonia, se convirtió en la potencia económica y política del siglo XX, inspirada, por descontado, en la libertad constitucional formal y en el respeto a los derechos humanos. Inglaterra, sin embargo, tuvo que declinar su apetito imperial administrando la frustración con una buena dosis de té puntualmente degustado a las cinco de la tarde, mientras la costa este de EEUU se convertía así en la capital del mundo y Europa pasaba a ser liderada desde Washington D.C.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Rusia, por su parte, levantó el último Imperio que se recuerda invadiendo Europa del este por la fuerza, resultando así que la segunda mitad del siglo pasado, hasta el despertar de China en el siglo XXI, ha trascendido por el enfrentamiento entre la primera potencia mundial, Estados Unidos —tan sólo una hegemonía política, repito— y el último Imperio, el ruso, levantado desde una sociedad agrícola marxista, imperialista y sin libertad, cuyo último estertor coincidió con la caída del muro de Berlín y la nunca bien agradecida inteligencia política de un hombre tan noble como Mijail Gorbachov, a quien sucedieron dos ignorantes de siete suelas incapaces de trascender la envergadura política de su predecesor, quien, después de Winston Churchill, pasará a la historia como el estadista más importante del siglo pasado. Le han sucedido, lo que son las cosas, primero un borracho subido a un tanque con una bandera, y luego, un espía acomplejado y analfabeto, ultra nacionalista y radical cristiano ortodoxo que odia a los ateos, y cuya única y despiadada contribución al relato de la crónica de la humanidad será recordarnos que podemos ser unos diablos —él desde luego—, y que nuestra civilización nacida de la Ilustración y de las revoluciones constitucionalistas del siglo XVIII, no es una margarita que puedan oler los puercos. Vladimir Putin, es un cerdo oliendo una margarita entre un lodazal de misiles y el baño de sangre inocente en que ha convertido la libertad de un estado soberano como Ucrania. Es, sencillamente, alguien que, desde el sillón presidencial de una sociedad demócrata, pero escasamente representativa y sin fiscalización del poder, ha barrido de un plumazo décadas de construcción de una sociedad global capaz de mantener el tipo frente a la necedad e inconsciencia de nuestro más rudimentario sapiens cazador, representando, esta vez —la vida siempre repite patrón en algún pobre diablo—, por un viejo espía del KGB que anda por el mundo con el andamiaje rudimentario de un gorila. ¿Para esto, para este pazguato, para este chulo de mierda acomplejado hemos tenido que celebrar un día la inteligencia de Mijaíl Gorbachov, que cedió todo su poder para acabar anunciando hamburguesas y vivir su decadencia en la más profunda y amarga viudedad, afirmando además que sin su mujer, de la que estaba profundamente enamorado, nada, y mucho menos el poder, merece la pena. ¿Un hombre tan grande, para el amanecer postrero de un monstruo?
Si alguien pudo desmoronar el Imperio ruso fue un hombre tan enamorado como Gorbachov, porque, para el hombre que ama de verdad, el poder es una carga que estorba y la libertad una bandera. Hay que ver el último documental realizado a Mijail Gorbachov para comprender que a quien generosamente cedió todo el poder a cambio de nada, sólo le ha derrumbado la muerte de su mujer, hay que verle viviendo con esa melancolía tan profunda, agarrándose a recitar poesía rusa desde su vasta memoria, o cantar viejas canciones románticas de su país, hay que ver toda esa grandeza decadente llena de amor, para comprender que Putin no ama nada ni a nadie, que es un puro vacío cuyo único alimento es el sudor, la sangre y las lágrimas de la humanidad (otra vez). Después de un ángel el demonio, después de un hombre culto, inteligente y enamorado, un analfabeto funcional que ya sólo es un criminal de guerra tan deleznable como todos los diablos que han hecho de la humanidad un estercolero.
El amor es el fin último de la humanidad porque es la verdad que anula toda sombra. La soberanía de Ucrania nació de la inteligencia noble de un hombre tan enamorado como Gorbachov y de él y desde él, todos recuperamos la esperanza. Desde él, sí y por descontado, desde esa inteligencia comprensiva, se inició la Perestroika, última revolución moderna y además pacífica, cayó el muro de Berlín, Alemania se reunió otra vez al calor de la misma bandera y todo un pueblo, el ruso, comenzó a respirar en libertad. Napoleón tenía ocho centímetros de pene, Hitler era un dogmático vegano insoportable, Franco era un impotente de alcoba y un misógino recreado en las tardes de merienda con las tatas, Felipe II un absolutista religioso, y todos ellos y los que son como ellos un puro vacío de amor que sólo rellenan con poder, aparentando, como todos los soberbios, la perfección y generosidad que no tienen. Dale alas a un corazón frío y iniciará un bombardeo, dale poder a un idiota despiadado y hará del mundo un escenario en blanco y negro.
El ser humano, no obstante, sólo se eleva con y desde el amor. Raisa Gorbachov, esa grandísima y culta mujer, tuvo en su mano el único poder que, puesto en el alma de un ser, puede transformar a cualquier ser humano, incluyendo a todo un presidente del politburó, en una bendición para todos. Mil gracias por haber existido y que Dios la tenga en la gloria. Bendito el insomnio que la recuerda, rememora y rinde el homenaje que merece. .