LAS TURBAS DE CUENCA

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Otra vez la Pasión de Jesús puesta en la escena de la Semana Santa de esta era bimilenaria que lleva su nombre. Primero fueron el bautismo y el nombre, y luego la vida y finalmente la muerte. Esta semana, una amiga me ha mostrado las turbas de Cuenca y me ha llamado la atención esta otra pasión conquense consistente en increpar al nazareno, pedir que muera, imitando así lo que en realidad sucedió. “Se muere, se muere”, exclaman los de la Mancha a su paso, extrañándome, porque nunca lo he visto, que exclamen lo que los propios judíos exclamaban. “Se muere”. En eso consistía la cosa, en que muriera aquel que se había rebelado contra el estatus quo no tanto de Roma, como del Sanedrín y del Estado de Israel. Seamos rigurosos. Entonces no había un Estado propiamente dicho, pero se me entiende. Eugenia me pasa el video de las turbas y me quedo atónito. Antaño, la gente se emborrachaba para afrontar el paso de arengar a Jesús de Nazaret, por ello, porque para comportarse como los judíos de entonces había que encontrar una excusa buena, la llamaban procesión de los borrachos. Una procesión incomprendida.

Turbas de Cuenca

Los de Cuenca se emborrachan para salirse de la norma que las más tradicionales procesiones mantienen dentro de un canon políticamente correcto. Recuerdo que no podíamos hablar cuando pasaban los penitentes. Lo de la Semana Santa castellana de Palencia, Valladolid o Zamora, sobre todo en la época aquella del nacional catolicismo, transitaba entre luctuosa y culpabilizadora. El viento frío de esos días, los mortecinos colores morados, el sonido de la trompeta hiriendo el ocaso y desangrándolo, y yo, que, lo que son las cosas, no comprendía del todo aquella necesidad de sufrir una pasión que no iba conmigo, me distanciaba del sentir de mis convecinos. En Osorno, en la provincia de Palencia, se “mataban judíos” bebiendo chatos de limonada. Cada chato equivalía a un judío muerto, al que se mataba para expiar la muerte de una escultura policromada que pasaba por allí mil y pico años después reiterando lo de antes como si fuera del momento. Yo notaba que no iba conmigo, pero tampoco me daba cuenta de que no sentir como propio aquello tan ajeno, mostraba que la hipocresía, afortunadamente, no pasaba por mí. Nadie mataba a Jesús en Palencia, solo se mataba a los judíos. El mundo adulto celebraba un plañir colectivo que yo no acababa de comprender. Los penitentes de las procesiones se martirizaban llevando los pasos, y algunos iban descalzos para sentir una parte, claro que muy minúscula, del dolor del nazareno. Por la noche se jugaba a las chapas, como los romanos jugaban a los dados el día de la verdadera crucifixión, y la gente apostaba cantidades nada decentes de dinero.

Han pasado los años, y cada día soy más consciente de que tengo mucho que ver con los judíos. Mucha gente me dice que parezco judío y algunos incluso me lo indican con tono estigmatizador. No me lo dicen como cuando se compara a alguien con un actor macizo. Me lo dicen como si en mí cupiera encontrar una mácula, pues, no nos llamemos a engaño, el judío es algo aparte para la comunidad europea. Tengo la frente ancha, la nariz corva y la barbilla saliente, y mis apellidos son judíos. Mi herencia genética es semita. Me lo han dicho hasta algunos miembros destacados de la comunidad judía. Por mi forma de decir las cosas, por ser un tanto heterodoxo, no me ubican en otro sitio, y además tengo que reconocer que los elementos decorativos de las sinagogas y del ritual judío me producen un placer sensual que no puedo evitar –si entro en la sinagoga del Tránsito siento que estoy en casa– pero resulta, lo que son las cosas, que parte de mi juventud me la he pasado matando judíos, mientras los conquenses tienen que beber para emular a las turbas de los judíos que en aquel entonces pedían la muerte de Jesús y lo increpaban. Se tienen que alienar, ausentarse por horas de la tradición católica, darle la vuelta a la tortilla y dejar de ser píos. Los conquenses no van a las procesiones a expiar pecados, sino a pecar pidiendo la muerte del que se dice que es hijo de Dios. Me impresiona porque es lo que se debería esperar de cualquier procesión.

Siempre he sentido una pasión incontenible por la figura de Jesús. De adolescente y de joven me encantaba ver películas de Semana Santa. El éxtasis llegó a un extremo insuperable cuando pasaron por pantalla la opera rock Jesucristo Superstar, pero nunca he creído que Jesús, aparte de una figura apasionante, fuera hijo de Dios. Entre abril y marzo de dos mil veinte escribí “Jesús de Nazaret y el Reino de la Verdad”, un ensayo herético y contracultural en el que aporto mi visión de las cosas entremezclada con las de los demás. https://edicionesmatrioska.es/producto/jesus-de-nazaret-y-el-reino-de-la-verdad-ebook/ . Después de decenas de vida ha ocurrido algo insólito. De la mano de Eugenia, mi amiga conquense del Júcar, he sabido de las turbas de semana santa y, por primera vez en Semana Santa, he sentido que un pueblo se alza para representar la verdad en lugar de mantener un tono hipócritamente culpable ante los pasos. Juzguen por ustedes mismos. https://www.youtube.com/watch?v=SKuWUBu-47Y

 

 

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