Las miserias humanas (V): Los derechos

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#EnCasaconPLAZABIERTA

Pocas veces la humanidad en su conjunto se ha enfrentado a una crisis de la envergadura de esta con el nivel de información que ahora tenemos. Y esta característica, la de la información, hace que todo sea distinto. La ciencia ha evolucionado increíblemente desde la gripe de 1918, la llamada gripe española, y no digamos ya desde la peste negra, siglo XIV, que se consideró la gran pandemia y mató a veinte millones de europeos a lo largo de seis años. Si, la ciencia ha evolucionado y también la información. Todos nos enteramos de todo lo que sucede casi al instante, casi en el mismo momento de producirse.

¿De todo? No, solo de todo aquello que los gobiernos y los gobernantes, que no siempre son lo mismo, deciden que podemos ser informados. Una de las grandes carencias de la sociedad moderna, uno de sus más preciados anhelos, es la transparencia. Tal vez, y tal vez no de forma inocente, en los derechos humanos a alguien se le olvidó incluir el derecho al acceso libre de los individuos  a toda la información veraz y actualizada sobre cualquier tema que solicite y le afecte.

@ Ángela Zapatero para Plazabierta.com

La presunta necesidad de una inteligencia que salvaguarde de otras inteligencias lo único que garantiza es la capacidad de colectivos de manejarse, y de manejar el mundo, a las espaldas de sus habitantes, y en esa inteligencia está la capacidad de gobiernos y gobernantes, con causa presuntamente justificada, de ignorar cual es la voluntad de aquellos a los que dicen proteger.

No puedo hablar de ello sin recordar a Maxwell Smart, el superagente 86 de Control, agencia estatal de re-contra-espionaje. Claro que en algunas películas el re-contra-espionaje se adivina como un nivel básico en un entramado en el que es imposible saber dónde está el nivel último de información veraz y no filtrada según los intereses de ya no se sabe quién. Y cuando el río suena… Tampoco olvidemos a Assange, ya más en el mundo real.

Esta pandemia es, en realidad pone de manifiesto, la imposibilidad de que el ciudadano sepa, tenga acceso, a la información real sobre lo que está aconteciendo. No se sabe cuáles son los números reales; los medios de opinión, alineados con los grupos ideológicos, incluso con facciones de los grupos ideológicos, informan, desinforman y contra informan en aras de que los datos beneficien a aquella opinión a la que ellos pertenecen. No se sabe cuáles son los aciertos, los errores, las circunstancias, los tiempos o las decisiones de unos y de otros porque el interminable caudal de desinformación y contaminación ideológica de la información impide un análisis ponderado de lo que ha sucedido, de lo que sucede y de la que está por suceder. Es importante, parece ser, impedir bajo cualquier concepto que el ciudadano de a pié tenga acceso a una información que no esté previamente filtrada, contaminada, necrosada, por un agente ideológico que la interprete a su favor.

Una de las miserias humanas más evidentes, en este triste devenir que es este momento que vivimos, momento que se extiende desde la caída del muro de Berlín hasta nuestros días, es la sistemática presencia del miedo como detonante de la renuncia voluntaria de los ciudadanos a cuotas, normalmente fragmentarias, de derechos adquiridos con esfuerzo y lucha histórica contar el absolutismo, contra el totalitarismo.

El 11 S nos enseñó que el espionaje era fundamental para preservar nuestra vida, nos señaló un enemigo feroz y malvado, el terrorismo, y nos explicó a que teníamos que ceder una parte de nuestros derechos individuales, de nuestra libertad, para que papá estado pudiera defendernos. Y algunos episodios sangrientos y esporádicos, nos recuerdan que gracias a esa renuncia muchos seguimos vivos.

La salud, el miedo a perderla,  ha sido el argumento fundamental, gracias a algunos episodios más anecdóticos que preocupantes, pero que convenientemente utilizados provocan inseguridad en los ciudadanos, para permitir una regulación alimentaria que promociona a las grandes empresas químicas que producen alimentos ultraprocesados que legalmente atentan a diario contra nuestra salud. Esa misma legalidad que pone en sospecha, cuando no persigue ferozmente, con ferocidad económica, a los pequeños productores artesanos que utilizan métodos tradicionales que no les permiten defender un mercado que preserve, métodos, sabores y calidad inalcanzable para los sistemas industriales.

También el tema de la la salud, ese gran miedo, ese miedo universal, ha convertido a muchos sanos en enfermos institucionales, en consumidores de medicaciones que perjudican colateralmente su salud, en enfermos preventivos de enfermedades que nunca han padecido, padeciendo otras para prevenir esas. Hemos pasado de la medicina preventiva a la medicina anticipativa, más peligrosa que la enfermedad misma, pero instaurada en aras a preservar una salud que nadie puede anticipar que perderíamos y haciendo que gracias a la tal falacia descarguemos el coste de una sanidad que nuestra imprudencia podría sobrecargar. Eso sí, la industria farmacéutica lo agradece en dividendos para sus accionistas.

No hablemos ya del miedo que con fines recaudatorios y sin justificación técnica o científica alguna nos obliga a contribuir a los presupuestos del estado con el argumento de preservar nuestra vida. Ese mismo miedo que nos convence, la no convicción puede ser la muerte, de que circular por unas carreteras desdobladas, con arcenes y sin curvas peligrosas, con unos vehículos técnicamente evolucionados, no puede hacerse a más velocidad que la que las tercermundistas carreteras y los poco evolucionados vehículos que las transitaban en los años 70 permitían.  Con un agravante, entonces el motivo alegado fue que la necesidad de rebajar el consumo de combustible, había una correlación entre la norma y el objetivo, en la actualidad la cosa es más simple, el miedo y la impericia dominante hacen el resto, el argumento es  que a más de 120 KM/h nos podemos matar. Y a 30 Km/h también, pero el miedo institucional, en realidad el terrorismo institucional, nos convence de que esa velocidad es la más segura. Sin informes científicos reales, sin estadísticas que lo refrenden, por nuestro bien. Y nosotros asentimos, y lo defendemos porque el gobierno lo dice y porque, si estamos dispuestos a acatar, esa postura nos permite redimirnos como mejores que otros que no lo acatan.

En 2008, con la crisis financiera, la clase media sufre un revés descomunal que la recorta, la empobrece y pone sus bienes y recursos en manos de unos bancos que, además, son sostenidos con el dinero de los impuestos. El derecho de propiedad queda conculcado con los masivos deshaucios y los nuevos propietarios se quedan con la propiedad y con los importes ya cobrados por esa propiedad. El negocio más redondo, lucrativo e inmoral que se ha visto a lo largo de la historia, y protegido por leyes y gobiernos. Los ricos se quedan con lo de los aspirantes mientras  casi toda la sociedad mira para otro lado por si los siguientes son ellos. Después de esto, la brecha social creada en esa maniobra ya resulta insondable y, desde luego, imposible de cerrar con los sistemas ideológicos actuales y su pleitesía al poder establecido.

Y entreveradas llegan las pandemias. El VIH recorta nuestra libertad sexual, por el miedo, el Ébola refuerza la xenofobia, por el miedo, la gripe aviar, el SARS, todas usan el miedo para que la sociedad entregue sus derechos individuales a cambio de protección. A cambio de la protección paternal del estado.

Y el miedo de esta pandemia, del coronavirus covid-19, el nosecuantos de los coronavirus que nos visitan desde hace treinta años para aquí periódicamente, regularmente, alimenta un poco más nuestro miedo individual, nuestra cobardía personal: renunciamos a nuestra libertad individual, cedemos su regulación al poder, y se alzan de nuevo las fronteras impermeables, sólidas. Más de treinta mil muertos en España, cifras oficiales aparte, cerca de doscientos mil en el mundo, cifras oficiales, me obligan a ser cauto y no expresar con rotundidad lo que pienso, pero como lo pienso, sin rotundidad, lo comparto: la cuarentena a la que el mundo está siendo sometido parece un experimento sociológico de gran calado, con el fin de comprobar la reacción de una sociedad ante una privación razonada de sus derechos fundamentales. Una vuelta de tuerca más hacia un absolutismo democrático como el que Cixiu Lin apunta en su novela “El Fin de la Muerte”

A lo mejor no tengo razón, pero, muertos aparte, puede que estemos asistiendo a un cambio de paradigma en el que el miedo se lleve de pasajera a nuestra libertad, con nuestra aquiescencia, con nuestra complicidad, con nuestra ceguera. Hemos renunciado a nuestro derecho a movernos libremente, al derecho a reunirnos, al derecho a la información, se insinúan recortes a la libertad de prensa, se hacen declaraciones contra el derecho a la propiedad individual, hemos asistido impertérritos a la declaración de prioridad de tratamiento conculcando nuestra igualdad constitucional en todos lo ámbitos. Espero que al final no se demuestre que todo esto ha servido para unos fines no declarados, para una encerrona, encierro dios mediante, en la que nuestros derechos, en declive desde los años setenta, sufran un recorte mayor y más profundo. Dice el dicho que la esperanza es lo último que se pierde.

Y lo más terrible, lo más miserable, es que nosotros mismos, no sé si lo habréis observado, seremos nuestros más feroces guardianes, “por el bien de todos”.

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