LAS LÍNEAS ROJAS. NO TODO VALE

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Por mucho que queramos negarlo, los seres humanos tendemos a justificar nuestras malas acciones cayendo además en una trampa muy frencuente como es escusarse sin nadie haberle acusado, lo que convierte su excusa en su propia acusación, como dice la locución Latina de origen medieval “Excusatio non petita, accusatio manifesta“, lo cual no deja de ser la voz del Pepillo grillo que todos llevamos dentro, o lo que es lo mismo la voz de la conciencia.

 

Photo by Matt Seymour on Unsplash

Pero ¿por qué la conciencia tiene voz? o lo que es lo mismo, ¿por qué los seres humanos tenemos conciencia?

La conciencia se traduce del griego sy‧néi‧dē‧sis, de syn -‘con’- y éi‧dē‧sis -‘conocimiento’-, de modo que significa co-conocimiento, o conocimiento con uno mismo. Conciencia se refiere al saber de sí mismo, al conocimiento que el humano tiene de su propia existencia, estados o actos. Aplicándose a lo ético, a los juicios sobre el bien y el mal de nuestras acciones. Así una persona “de conciencia recta” no comete
actos socialmente reprobables.

Podríamos decir que quien pone voz a nuestra conciencia es la moral, como conjunto de normas y principios que se basan en la cultura y las costumbres de determinado grupo social, siendo la ética, con la cual se confunde, el estudio y reflexión sobre la moral; en definitiva, lo que permite que un individuo pueda discernir entre lo que está bien y lo que está mal.

Sin embargo, cuando el límite que nos marca nuestra conciencia va en contra de nuestro interés personal en cuanto a la obtención de algún beneficio, es fácil sobrepasarlo con la justificación que si la conducta que nos auto-reprochamos no la llevamos a cabo lo harán otros más espabilados o con menos conciencia, circunstancia que al final se traduce en un estado constante de alarma basado en la desconfianza entre los demás miembros de un grupo respecto al cumplimiento de esas normas morales que no pueden dejar de existir, precisamente como una línea Roja que no hay que sobrepasar para que exista una convivencia social en paz o en armonía.

Sin existencia de tales normas morales el caos se apoderaria del grupo social, pudiéndose llegar a justificar conductas de lesa humanidad, como el exterminio judío por los nazis en pro de una raza Aria superior, o los experimentos llevados en campos de concentración que sobrepasaban la deontología médica, en pos de la ciencia.

No es admisible la versión extrema y particular del modelo ético consecuencialista de que “el fin justifica los medios” inspirado en la obra “El Principe” de Nicolás Maquiavelo, porque de serlo estaríamos dando paso a un modo de proceder con astucia, doblez y perfidia, invadiendo la responsabilidad que significa ir por la vía contraría a la ética y el respeto a la integridad del otro, con plena conciencia que nuestras decisiones tienen consecuencias sobre alguien más y que frente a estas seremos, como no puede ser de otra manera, juzgados.

En todo caso, hay que decir que una cosa es ser moral y otra idiota, no convirtiéndose en tal quien deja perder una oportunidad de obtener beneficio por cumplir las normas morales, porque idiota es realmente el que carece del auto juicio suficiente para saber que sus actos originan u ocasionan consecuencias porque formamos parte de un todo, del que somos responsables como seres sociales y políticos.

Solamente si el fin es lícito los medios para alcanzarlo tambien lo serán, pues se presupone que responden al orden marcado tanto por las normas morales para alcanzarlo.

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