“No se que tienen las flores llorona, la flores del campo santo, que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando”, dice una de las canciones más populares dentro de la cultura mexicana, bajo el título “Llorona” que escuche por primera vez hace muchos años bajo la increíble interpretación de mi querida Chavela Vargas.
Con el alma perdida por la reciente perdida de un gran hombre, como grandes somos todos los seres humanos, incluso los que se pierden por callejones oscuros, aunque quizá, él más, por ser mi padre y porque hacer el bien era su máxima… y el trabajo su vida, para que nunca nos faltase nada, decía…; cabizbajo encaminé mis pasos hacia ese lugar que a todos nos causa tristeza y paz. Tristeza por los que allí dejamos y paz porque en ese lugar se conjugan y niegan al mismo tiempo los verbos ser y estar…, donde confluye lo temporal y lo infinito, donde se abre el Universo para nuestro tránsito.
Entre por la puerta antigua, guiado por el recuerdo de su despedida, apenas diez días, en que abandonamos ese lugar para dejarlo solo ante la eternidad, perdido en los estrechos pasillos entre sepulturas, admirando también la belleza de algunos panteones y nichos del fúnebre lugar, como el que acoge a mi admirado D. Miguel de Unamuno, encontré finalmente la que buscaba, la suya.
Una fría lápida cubierta todavía de las flores del día de su despedida, flores que todavía no se había marchitado, agitadas por el viento, como dice la canción de Chavela, de una fría mañana de otoño que nos anuncia la inminente Navidad, la primera sin él en este mundo. Un frío húmedo que no sólo caló hasta hasta mis huesos sino también mi alma, vacía.
Recé una pequeña oración, le pedí perdón por todos mis errores como hijo, besé la lápida y me marché con una despedida amarga movida por la intención de no volver más a ese lugar de enorme frío y sufrimiento. Prefiero rezar, me dije, a esa nueva estrella que había aparecido en el firmamento el día de su perdida.
Ante el vacío de mi alma que sólo hizo brotar una lágrima de mis ojos, como si ya estuviesen secos, busqué el cobijo entre los vivos. Entre ellos, alguien que notó mi aflicción y me preguntó por ella, me contó que, en su religión, la visita a los difuntos era un momento de fiesta por el reencuentro con sus espíritus que salían de su lugar de descanso eterno para pasar ese momento juntos a nosotros, compartiendo recuerdos, vivencias pasadas y presentes, incluso festejando ese momento de unión de las alma de todos los que allí, junto a ellos, nos encontramos.
Esa visión cambió mi percepción de esta cruda realidad, del frio de la muerte, asentando mi alma. Volveré al cementerio, pensé, retractándome de mi decisión de hacía apenas unas pocas horas, volveré a visitarte me dije, para que tu espíritu abrace al mío, y sentir el júbilo de nuestro reencuentro.
Además, el mismo vivo que calmó la zozobra de mi alma, me dijo que el mejor respeto y amor hacia quienes ya no están con nosotros es saber que todo lo que demos en vida a nuestros semejantes, lo recibirán ellos con creces en el lugar donde se encuentren.
Son creencias de religiones que a algunos sirve y a otros no, pero sobre lo que no cabe duda es el hecho que lo finito y lo infinito se tocan cuando alguien abandona su cuerpo y, en ese infinito nos encontraremos, ahora y cuando me toque seguir tus pasos al más allá guiado por el ángel de la muerte.
Padre, continuaré en mi intento de hacer un mundo mejor, como tú lo hiciste con los que te rodearon.. seguiré practicando de todo aquello bueno que de ti aprendí y te seguiré amando… infinitamente. Perdóname si por mi torpeza o debilidad, algún día flaqueo en el intento. Dame fuerzas. Dánoslas a todos los que te echamos de menos.
La emoción en toda su explosión