LA VIDA EN BESOS

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© Fotocomposición plazabierta.com

¿Qué besos son los más importantes? ¿Los dados? ¿Los recibidos? ¿Los que nunca salieron de nuestros labios? ¿De otros labios?

Posiblemente podamos analizar nuestra vida, nuestra personalidad, nuestra felicidad, recordando todos aquellos besos que guarda nuestra memoria y que están ligados a momentos y personas que fueron, o son, importantes en nuestro recorrido vital,  importantes para saber quiénes somos.

En un ejercicio literario, en una vuelta de tuerca a nuestro sentido lírico, podríamos definir los besos como los hitos que marcan los momentos importantes en el camino de nuestra vida, los señalizadores de aquellas huellas que otros han dejado en nosotros y que nosotros hemos podido dejar en vidas ajenas.

Hay besos de cariño, familiares. Hay besos de amistad, besos fraternos. Hay besos de amor, de deseo, de pasión, que no son los mismos aunque a veces tiendan a confundirse. Como hay besos intrascendentes y besos de traición. Y hay besos robados, besos de miel que fueron sin ser, volátiles, apuntados, besos en la frontera de lo real imaginado. Todos tienen rostro, sabor, memoria. Todos vienen rodeados de vivencias, casi todos siguen removiendo algo en nuestro interior cuando acuden, a veces inopinadamente, y se hacen presentes en nuestra imaginación. Incluso los ajenos, aquellos que fueron dados y recibidos sin que fuéramos sujeto.

Pero no todos los besos llegaron a ser reales, no todos encontraron la persona depositaria, o el momento adecuado, o la posibilidad de reciprocidad que hace que un beso sea algo más que un gesto. Y todos esos besos no dados también tienen su historia. Una historia, en muchos casos truncada, que en el recuerdo se recrea como hubiéramos querido que sucediera, una historia variable que visita los distintos universos que la imaginación nos permite visitar sin otro esfuerzo, sin otro requisito, que nuestra propia ensoñación.

Y si todos los besos tienen sabor, aroma, intensidad y sentimiento, los besos incompletos son capaces de tener varios sabores, varios aromas, varios sentimientos, y ahí radica su importancia, en la posibilidad de recrear nuestra vida desde un punto que nos marcan hasta un instante paralelo a nuestro huidizo presente, e imaginarnos como no hemos sido, como no hemos querido ser, como no hemos sido capaces de ser, en nuestro propio universo.

En su sentido primario, original, en su paladeo retrospectivo, simplificando, podríamos dividirlos en dos sentimientos de base: la frustración y la añoranza. Aunque también podríamos convenir en que la frustración puede producir añoranza y la añoranza tiene ribetes de frustración.

Yo diría que son de añoranza aquellos besos soñados en momentos juveniles, en enamoramientos tiernos, blancos,  que se evocan con una sonrisa suspirada, con un suspiro de lejanía inmediata. De añoranza son los que no se pueden  dar a personas queridas por su lejanía o su ausencia. De añoranza son los que no hemos dado, no hemos recibido, por cuitas y enfados a los que es difícil dar importancia. De añoranza son los que se sueñan y no se plasman.

¿Y de frustración? Seguramente los rechazados, los que quisieron ser y no tuvieron respuesta, los que se quedaron en gesto, en mueca, en deseo. También los dolorosos, los que quisiéramos que fueran nuestros pero nunca nos dieron, los que sin pertenecernos nos marcan y se cuelan en nuestros recuerdos.

Pero si algo nos da un poso de tristeza, si algo nos deja un resabor de dolor que no se alivia, de desazón intemporal y recurrente, son aquellos que no llegaron ni a gesto, que ni siquiera fueron insinuados, por cobardía, por timidez, por no hacer daño, por tantas razones que los humanos invocamos para cubrir nuestra propia incapacidad de mostrarnos como somos, de afrontar lo que deseamos con la libertad que, sin embrago, invocamos como si los demás fueran nuestros dueños y nosotros los esclavos.

No voy a hablar de los de traición, los que vienen con monedas y prendimientos, porque me niego a que sean  memoria, aunque su enseñanza perdure y forme parte de cómo somos, de cómo besamos, de cómo aceptamos otros besos.

¿Y de los intrascendentes? De esos no tengo recuerdos, apenas tengo recuerdos. Mi vida sería igual sin ellos.

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