¿Has probado alguna vez guardar silencio y gastar aquella energía vital que derrochas en hablar, o mejor dicho, en la verborragia, en observar y escuchar a las personas que tienes a tu alrededor?. Si nunca lo has hecho te recomiendo que lo hagas.
Quien se cree que lo sabe todo y que su opinión es infalible, además de creerse el portador de determinados valores superiores, para con ello erigirse en juez implacable sobre cualquier otra opinión contraria a la suya, no sólo revela una soberbia incontenible, sino que también corre el riesgo de actuar como un auténtico necio por ser incapaz de asumir que todos somos eternos aprendices.
El impulso irreflexivo gobernado por las vísceras en vez por la materia gris de nuestro cerebro nos convierte en seres intolerantes incapaces de aprender de los demás.
La disciplina del silencio de la Escuela Pitagórica perseguía dar forma a una mente más reflexiva mediante el autocontrol de la palabra, bajo la premisa que sólo cuando nos abstraemos del mundo sensible y tomamos contacto con nuestro propio yo, se podrá alcanzar la auténtica sabiduría.
La humildad es el lenguaje de los sabios, de manera que los sabios no son los que saben más que el resto, sino los que tratan de aprender; lo que pone de manifiesto la importancia de callar y observar. Reconocer que en cada situación hay un aprendizaje nos hace estar en el camino de la sabiduría.
No existen verdades absoluta, de ahí la prudencia y la humildad que debemos tener al dar nuestra opinión.
Si tenemos en cuenta que el diccionario define la verdad como “la conformidad con los hechos y realidades”, para que una declaración o manifestación pueda ser declarada como verdadera ha de ser probada, y no basarse únicamente en percepciones u opiniones; pero incluso admitiendo que nuestra verdad está probada, lo que nos otorga la autoridad para sentar cátedra, no deja de ser nuestra realidad, ya que al final no es más que nuestra propia percepción del mundo que nos rodea, incluso aunque pudiera ser coincidente con la de otros, lo que nos lleva a un determinado relativismo, dependiendo cada verdad de la situación en la que se encuentra el observador en relación con el mundo exterior.
Bien es cierto que lo expuesto no es más que el fruto de mi escepticismo, aunque tengo que admitir que negar la verdad absoluta sería no admitir ese estándar que nos lleva a aceptar lo que está bien y lo que está mal, lo que negaría o impediría dotar de legitimidad a cualquier gobierno, a las leyes, o la justicia, como resultado del juego de las mayorías sobre las minorías, pero además, porque negar la existencia del bien y el mal, nos llevaría al caos más absoluto, al desorden de la anarquía.
En definitiva, aprender a observar y a reflexionar en el silencio nuestra opinión, nos llevará a la tolerancia necesaria para una convivencia pacífica, como virtud necesaria en este mundo postmoderno, donde cualquier opinión se nos presenta como verdad absoluta sólo con la intención de destruir al contrario. Debemos ser generosos con nosotros mismos y darnos la oportunidad de aprender.