Al llegar a casa se desparramaba en todo su ser. Lo llaman desorden, caos, pero en este caso era la traza del homínido.
Su habitación se convirtió en un laberinto de azules y rosas. Como si Picasso en su época sentimental hubiera trazado un recorrido de exposición.
Los objetos caían sobre el suelo, sobre las sillas, sobre la alfombrilla orientada hacia la meca, de forma que andaba con cuidado para no pisarlos. Eran su huella en la cueva de la especie que, oculta, silencia el paso del tiempo en un goteo de fuente fría, de estalactita y estalagmita.
Los cuerpos de cal se hacinaban como si fuera un osario donde los pobres escancian también sus únicas pertenencias; cada uno de sus huesos, dejando trazado el camino de los que seguirán.
Sí, los que sigan andarán de puntillas sobre sus ancestros por no quebrarlos, por no quebrantarlos, preservando el recuerdo de los entresijos de cada una de las familias. Juntos los huesos, pero no revueltos; juntas las almas, pero no revueltas.
Lo cierto es que aquella semana, las ropas, las mantas, las toallas flotaban en el ambiente, casi levitaban, generando un baile fantasmagórico que no le dejaba dormir. Fue entonces cuando sobre ellas comenzó a ver caras y mas caras que lo visitaban sin tregua. ¡Qúe pesadilla!
Y temblaba el suelo, la cama, la mesa del comedor; era difícil zafarse y, por mucho que ya en su saco de dormir diera manotazos en el aire, su respiración se agitaba en fuego de pedernal, hasta tal punto, que se le prendió el fuego en sus mejillas y el rubor, el humor le infestó la piel en manchas de distintos colores en una gama pictórica de azules y rosas, en trazos picassianos.
Imposible dormir en aquel infierno de piel, tela, y demás capas de tejido hasta llegar a los huesos.
Comenzó a perseguirse a sí mismo, centrifugando sus brazos en aspas, sus piernas en giros de derviche, el cuello descoyuntado por la turbina asesina que lo degollaba a cada instante. Salió despavorido de la casa. Para cuando despuntó el alba, ya había recorrido tantas calles oscuras con farolas menguadas, que dio a parar en una playa larga, despoblada, donde crecían los cactus hirsutos para clavarle sus últimas espinas.
La inmolación sucedió lentamente a medida que se internaba en el mar y aliviaba su piel, su carne, sus anhelos de deseo, el picor de su garganta, el sarpullido en los codos y demás coyunturas…del cuento de nunca acabar.