LA TRANSICIÓN

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Mi abuelo por parte de madre se llamaba, se llama, que aún sigue viviendo muy fresco en mi memoria, Gregorio.

La palmó un 22 de septiembre de hace ya 16 años; la arteriosclerosis se lo llevó de la manita a los 83 años.

Dos días antes del beso frío, fui al hospital que soportaba el peso de sus cojones. Allí estaba como el Rey de la Selva que siempre había sido; recio, impenetrable, benévolo con sus cachorros e implacablemente cruel con aquellos que osaban joderle. La habitación 476 era su guarida.

Abrí la puerta lentamente y tras hacer saber mi identidad, un «adelante, Carlos», me dio acceso hasta su cama. Allí estaba, herido de muerte, pero conservando esa valiente dignidad de los que saben que su vida ha valido la pena.

Me senté a su lado en uno de esos sillones negros reclinables de polipiel que siempre hay en las habitaciones de los hospitales y esperé a a que él dijera algo. El silencio se prolongó durante más de una hora; ese vacío, que de tan lleno, las palabras se doblarían y su sentido quedaría deformado en el suelo.

Miré el reloj. Las ocho. Mi abuelo giró la cabeza hacia mí y pronunció una mirada lenta que rebotó contra todas las paredes de la habitación, antes de hundirse profundamente en los ojos de su nieto.

Eran las once, más o menos, cuando se quedó dormido. Acarié su mano y salí de la habitación sin hacer ruido. Ya desde la calle, me quedé un buen rato mirando la tenue luz que brotaba de la habitación 476.

Unas cuarenta y ocho horas después, Gregorio fallecía rodeado de sus hijos. Yo, como nieto, llegué tarde y, al entrar en la 476, toda mi familia ,se había ido a organizar los preparativos del velatorio y posterior cremación del abuelo. Allí estaba aún, en la cama, cubierto con una sábana blanca, 

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