¿Dónde va todo aquello que se pierde en el tiempo? Los gritos, las miasmas, el amor de un padre pronto al suicidio del aburrimiento, las tetas de la novia sin nombre, el sabor de las lentejas de un día con el invierno clavado en la espalda, los días de piojos y ladillas, el estucado recuerdo de un perro bidimensional dibujado por ciento cincuenta caballos en la Nacional VI ¿Desaparecen sin más, licuados por los regurgitados fluidos digestivos de las moscas, o permanecen vivos, pigmentado un cáncer de vida con un nombre de cuatro sílabas?
Estas preguntas bullen últimamente desnucadas en la cabeza de Yamil Duque, el eterno paciente de la habitación 417, que después de doce años amordazando decibelios, ha abandonado hace escasamente diez minutos, el traslúcido universo del coma.
Y ahora, mientras el mundo se convierte en un enorme interrogante de trapo, Yamil, convertido en simbionte por desgracia de Dios con una cama de hospital, hurga con su cerebro alquilado, en aquella lluviosa noche en la que Roy Batty sintió que le sudaba el culo: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.” Precioso. Con la salvedad de que el repertorio vital de Yamil es algo más prosaico, más vulgar, más erecto y cavernoso; lo mismo que una cena de lujo con una cubertería de Ikea, igual que una hermosa mujer de la que brota un pene de veinticinco centímetros.
Con el lento reptar de una babosa, Yamil se ha dejado caer de la cama y avanza anélido hacia la ventana de la habitación con el firme propósito de hacer que su petiseco cuerpo, se doble en alfeizares sobre sí mismo y caiga, henchido de gravedad, sobre la cerviz de una realidad que hace demasiadas preguntas.
Media hora después, Nuria, la enfermera sin sujetador que hace de los espejos cuadros de Velázquez, entra en la 417 esperando que Yamil, su amante comatoso vuelva a estar a la altura del pasado viernes. Ella está buena, pero qué quieres, el “pan within” sólo lo consigue con el inconsciente y regio falo que resta de los veintiséis, tres centímetros.
Nuria nunca había visto los verdes ojos de Yamil vivos, de pájaro, definiendo el “Día mundial de la vuelta al presente”, como “el coño depilado, seco y saturado de un Tesla Roadster”.
Por las neuronas de Nuria, suscritas a Spotify, se reproduce la versión de estudio de “Run to you”. La ostia.
– ¿Tú eres la que me folla todos los viernes, verdad? Lo he sabido por tu perfume. Huele a Magnolias.
– ¡Por favor, Yamil, no tires esa polla a los gusanos! Sin ella, el espacio-tiempo se curva y se me mete en el culo. No lances mi único placer a los cerdos. Si no quieres hacerlo por mí, duerme de nuevo tu presente para eliminar tu futuro de gilipollas, maricas, políticos de prostíbulo y mentiras piadosas. Tendrás a cambio mi vagina, un eterno feminismo de pacotilla y un dulce estímulo con olor a sardinas.
Dios, suele masturbarse un par de veces por semana, lo mismo que Yamil Duque que, una vez de regreso a la cama y a la derecha del padre, una inyección de pentobarbital le hizo conjugar el “ella folla” con una magnolia en la boca hasta que James Webb volvió a decir:
“Siempre hemos sabido que algo así iba a pasar tarde o temprano … ¿quién hubiera pensado que la primera tragedia sería en tierra?