LA REVELACIÓN

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«Ya lo has sentido» susurró mi abuela sacándome de mi ensimismamiento. 

No recordaba la primera vez que había ido a “bosquear” con ella ni el número de veces que lo había hecho, era algo que se perdía en mi memoria.

Siempre que salíamos a “bosquear”, como llamaba mi abuela a sus viajes, teníamos que escuchar las ligeras protestas por parte de mi madre. Siempre pensé que esas quejas eran fingidas, no como las de mi padre. Él nunca había entendido los viajes de mi abuela y se oponía a que yo fuera con ella. Hasta que un día, con temblor de miedo e ira en la voz, le gritó «Que tú seas una bruja lo acepto, pero que intentes convertir a mi hija en una no te lo permito». A lo que mi abuela contestó «Yo no soy una bruja, simplemente continúo con las tradiciones. Y tu hija lo hará si está predestinada a ello. Independientemente de lo que tú y yo queramos». Desde ese día mi padre nunca estaba en casa cuando salíamos a “bosquear”.

Los viajes de mi abuela eran imprevisibles. Nunca se sabía cuándo se iba a ir ni cuánto tiempo tardaría en volver. Simplemente, en alguna de las comidas, anunciaba que se iba sin decir dónde ni el tiempo que iba a estar fuera. Lo único que podíamos saber es que, cuando me decía que la acompañara, siempre volvía en el mismo día. Aunque se lo rogué muchas veces nunca logré que me llevaba cuando se iba varios días.

Para mí las salidas a “bosquear” con mi abuela eran los días más bonitos de mi vida. Cogíamos cualquier sendero de los que había cerca de la aldea, aparentemente sin rumbo fijo. Íbamos hablando de las plantas, de los animales y la abuela aprovechaba para contarme historias de nuestros ancestros. Después de algún tiempo caminando mi abuela abandonaba los senderos y comenzaba a andar a través del bosque, sin un destino claro. Aunque pudiera parecer que no íbamos a ningún sitio siempre acabábamos en lugares mágicos en los que, además de nosotras, sólo había otras señoras de la edad de mi abuela. «No las llames viejas, el bosque es joven y ellas son parte de él» me avisó mi abuela. No sé de dónde salían, yo nunca las había visto en la aldea, ni en los mercados, las fiestas o las romerías de alrededor.

A mi abuela le gustaba mucho hablar y explicarme las cosas con detalle, pero era reacia a hablar de quienes eran esas mujeres, por qué íbamos a esos sitios, por qué siempre íbamos solas o por qué nunca repetíamos el mismo camino. Las contestaciones cortas a mis preguntas sobre esos temas solían ser frases como «Vamos por distintos caminos para ayudar al bosque a proteger los sitios», «Venimos a lograr que la gente de los valles viva mejor», «No necesitamos verlas en otros momentos, no son nuestras amigas, son nuestras hermanas, pero hermanas en la distancia», «Venimos cuando se dan las circunstancias necesarias». Sabía que después de una de esas respuestas no merecía la pena preguntar por los detalles o lo que significaban sus frases porque su comentario siempre era el mismo «Ya lo sentirás».

El número de sitios a los que íbamos no era muy grande, aunque todos tenían cosas en común. Principalmente los árboles, el agua y los troncos tallados. No era capaz de saber por qué íbamos a uno u otro, mi abuela me dijo una vez «Vamos al que es necesario en cada ocasión».

Los bosques eran frondosos, el número de árboles, arbustos y plantas que había era incontable y mi abuela conocía el nombre de todos y sus propiedades que me explicaba con ilusión y paciencia. En los lugares a los que íbamos siempre había varios robles, tejos, hayas, encinas y olivos. No estaban juntos y no era fácil darse cuenta de que eran un conjunto, simplemente estaban dispersos en la zona. Pero siempre había un lugar desde el que se veían todos y, si te fijabas, podías ver que eran parte de algo más grande. «Nosotras no los hemos plantado, han nacido aquí solos» me dijo mi abuela una vez. Tampoco me explicó por qué tenían que ser esos árboles, asumí que ya lo sentiría.

El agua, siempre el agua. Daba igual el sitio al que fuéramos, siempre había agua y nunca embalsada, siempre en movimiento. Podía ser un pequeño arroyo, una cascada, una fuente de la que brotaba o unas rocas que parecía que sudaban el agua entre el musgo. Nunca eran grandes cantidades «En estos sitios no siempre hay agua, aparece y desaparece y sólo venimos cuando sabemos que va a haber» me dijo mi abuela en una ocasión.

Lo que más me impresionaba eran los viejos troncos que había diseminados por allí. Estaban labrados toscamente y apenas se hubieran diferenciado las formas que representaban si no fuera por la pintura roja que las resaltaba «No es pintura, es sabia roja de los árboles», me dijo mi abuela cuando le pregunté. «Significan lo que tú puedas ver, no es lo mismo para todos ni siempre ves lo mismo» me aclaró más tarde.

Cada vez que íbamos a “bosquear” el ritual era similar. La seriedad de los saludos, el olor a hierbas aromáticas quemadas en recipientes de piedra, los cánticos en voz baja en un idioma que yo desconocía, la sensación de comunidad, la despedida afectuosa, la vuelta en silencio. «Es la liturgia que hemos heredado, aunque te parezca que siempre es igual cada vez es diferente. Ya lo sentirás».

Y ese día, por fin, lo había sentido. Como siembre que íbamos a “arbolear“ yo estaba feliz y expectante, pero desde el día anterior estaba más nerviosa y tenía el presentimiento de que había algo distinto. Mi abuela había estado más callada en el paseo que de costumbre, sólo me dijo «Vamos a un sitio nuevo, las lluvias de la semana pasada nos han traído un regalo que se da pocas veces».

Anduvimos bastante tiempo alejándonos más que otras veces de la aldea. Empezamos a subir una ladera con una fuerte pendiente, como siempre sin seguir ningún tipo de senda o camino, zigzagueando para que el esfuerzo fuera menor. De repente mi abuela se paró, apartó unos brezos y me enseñó la entrada de una pequeña gruta. Avanzamos sin ningún tipo de luz por un largo túnel en el que se veía algo de claridad al fondo. Cuando salimos por el otro lado vi el espectáculo más increíble que había imaginado nunca. Una cascada de agua clara y ligera caía sobre un lecho de piedras generando salpicaduras en todas las direcciones. Alrededor de esa dura cama había algunos robles, tejos y encinas, todos muy viejos. La imagen me maravilló, no podía creerme que algo así existiera. Y tampoco me podía explicar que fuera un sitio que la gente no conociera «La cascada sólo tiene agua cada muchos años y el bosque la protege para que nadie que no deba la encuentre».

Mientras miraba absorta fueron llegando el resto de las hermanas. Estaba en una especie de éxtasis, sin prestar atención a nada, simplemente sintiendo que era parte de algo. Que el agua, las plantas, los olores, los animales y el resto de personas eran parte de mí. Que éramos todos uno. De forma involuntaria empecé a recitar frases con el resto. Palabras en un idioma que creía desconocer pero que ese día entendí perfectamente.

«Ya lo has sentido», repitió mi abuela. Y supe que era cierto, que mis ancestros me habían iluminado en el conocimiento más importante que existía en la tierra. Con lágrimas en los ojos apreté la mano de mi abuela «Gracias».

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