Introducción
En el umbral de mi adolescencia la lectura constituía uno de mis más sólidos y mayores placeres, había arraigado en mí con fuerza y desarrollado una apasionada afición. Fue entonces cuando descubrí que, además de las fascinantes aventuras de Julio Verne o las románticas novelas de las hermanas Bronte, amén de otros atractivos autores y géneros, existía algo nuevo y excitante, la novela policíaca. Trataba de historias de misterio e intriga que te mantenían en tensión, un suspense que activaba las “células grises” y “deseos detectivescos en pos del asesino de turno”, siguiendo las sutiles pistas que su autora, muy inteligentemente, había ido dejando a través del relato. Seducida por el género y el laberíntico devenir de la trama, Agatha Christie y sus fantásticas historias policíacas entraron a formar parte de mis lecturas favoritas.
Aún conservo con nostalgia y cariño aquella colección de novelitas compradas en quioscos o librerías, y en cuya página principal aun reza el precio de las antiguas pesetas.
Pero ¿quién fue esta extraordinaria y atemporal escritora que me cautivó a tan corta edad, y me regaló, como a tantos millones de personas en el mundo, incontables momentos de deleite? ¿quién era aquella autora que, a veces, transitaba literariamente por otros senderos bajo el pseudónimo de Mary Westmacott? Sumergirme en la lectura de sus libros más personales y autobiográficos no ha hecho si no acercarme más a la persona y acrecentar mi profunda admiración hacia ella.
Y qué mejor modo de presentarla que con una de sus frases preferidas. Una que representa el audaz ejemplo, el talante tenaz y la personalidad polifacética de una mujer muy avanzada a la época que le tocó vivir; capaz de intentar una, otra, y otra vez aquello que deseaba lograr, tomándose su tiempo cuando las circunstancias lo requerían, pero sin rendirse jamás.
No sabes si puedes hacer algo hasta que lo intentas
Nacimiento e infancia
Frederick y Clarissa Miller residían felices junto a sus hijos Margaret y Louis Montant en una acomodada mansión rodeada de bellos jardines, de nombre Ashfield, en Torquay, Inglaterra. El 15 de septiembre de 1890 el hogar de los Miller fue bendecido, una vez más, con la llegada de la tercera de sus hijos, a la que llamaron Ágatha Mary Clarissa Miller.
Nacida en el seno de una familia poco convencional, de padre norteamericano, afable, con gusto por el teatro y corredor de bolsa, y una madre dotada de una agudeza espiritual e inclinación al esoterismo, arropada y protegida por sus hermanos mayores, la infancia de Ágatha discurrió sobre un remanso de ternura y dicha. Alentada por sus atípicos padres experimentó la libertad para desarrollar su talento y mostrar, precozmente, su afición hacia el misterio y el suspense, a través de los juegos. Durante las veladas familiares llegó a conocer a algún que otro autor consagrado, como Rudyard Kipling.
Ágatha fue escolarizada en casa. Su madre estaba convencida de que no necesitaba ir al colegio, tener institutriz, y, mucho menos, aprender a leer antes de los ocho años. Había que permitir al cerebro desarrollarse correctamente. Pero, Clarissa, no contaba con el tesón y el entusiasmo innato de su pequeña hija. Observaba las letras y las memorizaba cada vez que le leían un libro, así aprendió a leer sola sin haber cumplido los cinco años. Posteriormente, en cada fecha señalada, recibía de regalo un cuento o una historieta. Y ya que sabía leer, su padre la instó a aprender a escribir, una tarea en la que perseveró, aunque sin la misma pasión.
El mágico y dulce mundo de Ágatha se vio truncado súbitamente en 1901. El afectuoso y alegre padre sufrió un ataque al corazón. Su muerte dejó devastada a la familia y a su hija menor con una sensación de desprotección y abandono, sentimiento que perduraría y se vería incrementado con la marcha de sus hermanos, un año después. Madge contrajo matrimonio y Monty inició su carrera militar. De la noche a la mañana, su madre y ella, sentían el peso de la soledad en la vacía mansión. También los negocios familiares habían sufrido contratiempos y ya no podrían vivir con tanta solvencia, aunque tampoco tendrían que hacer excesivos sacrificios.
Adolescencia y juventud
La fortaleza e inteligencia de Clarissa la ayudaron a remontar aquel tiempo aciago. Cuando su hija cumplió quince años quiso dotarla de una buena educación y, para financiarla, alquiló Ashfield; convencida de que no había lugar más idóneo que París la envió allí a estudiar declamación, piano, baile y canto, en la prestigiosa escuela dirigida por la señorita Dryden, sita en la Avenue du Bois de Bologne, cercana al Arco del Triunfo. Las dos temporadas que vivió en la ciudad de la luz fueron una experiencia gratificante e imborrable para la adolescente Ágatha.
Una nueva sorpresa esperaba a la joven en su tierra. La salud de su progenitora se había resentido y los médicos no encontraban causa alguna. Una vez más, Clarissa, tomó otra decisión, cambiaría de aires; y, además, presentaría a su hija en sociedad. La villa de Ashfield volvió a ser alquilada, los beneficios sufragarían los gastos que requería tal evento, y, con esa premisa, madre e hija embarcaron en el SS Heliópolis rumbo a Egipto, país al que arribaron el 23 de noviembre de 1907. Cómodamente instaladas en el hotel Gezirah Palace, un precioso edificio con pórticos construido en 1869 para la inauguración del canal de Suez, disfrutaron de la cercanía y la belleza del rio Nilo y del ambiente inglés que en aquellos días ofrecía el protectorado británico.
Ágatha conocía el significado de su debut, aunque secretamente aspiraba a tener una profesión donde desarrollar su creatividad. Consciente de su juventud y de la oportunidad que su madre le brindaba se dispuso a aprovecharla. El hecho de poder entablar amistad con jóvenes del ejército y con señoritas que, al igual que ella, iban acompañadas de sus familias; lucir vestidos de moda, asistir a veladas y practicar algún que otro deporte, o dar exóticos paseos por el desierto y brillar en los bailes, resultó ser un acicate para superar su enorme timidez.
Regresaron a Torquay tres meses después, a principios de 1908. Ágatha enfermó de gripe y tuvo que convalecer en cama, lo cual la hizo sentir agobiada. Clarissa, intuitiva y conocedora de la actividad mental de su joven hija, puso ante ella un cuaderno y le pidió que escribiera un cuento. Ágatha la miró perpleja y respondió que no sería capaz, pero su madre le replicó: –No sabes si eres capaz o no, pues no lo has intentado-. Dos días después terminaba un corto relato al que siguieron otros, llevaban implícitas las productivas y enigmáticas creencias de su madre. Envió los manuscritos a diversas revistas literarias, aunque sin encontrar eco en ninguna de ellas.
Lejos de desanimarse concluyó que había una parte positiva, sus dotes narrativas habían mejorado, de modo que decidió dar el siguiente paso y escribir una novela. Rescató de su memoria secuencias de personajes deslumbrantes, unos recuerdos vividos en Egipto hacía ya cuatro años, y se propuso darles vida. Escribió infatigable, deshizo y rehízo lo escrito con perseverancia hasta finalizarla. Mientras esperaba la respuesta al envío del manuscrito, se prodigó socialmente mostrando un gran sentido del humor y sus dotes de inteligente interlocutora. En una de aquellas reuniones conoció a Reginald Lucy, un hombre empático y agradable, comandante de artillería, de quien aceptaría más adelante una insistente propuesta de matrimonio.
La ansiada respuesta llegó, pero no en la forma deseada. Le devolvían la novela con una nota en la que la aconsejaban dedicarse a otra cosa. Sin embargo, Ágatha, había aprendido las lecciones y sabía reconocer su propio talento. ¡No renunciaría a ello! Hacía unos pocos años había olvidado su idea de ser pianista, durante su estancia en París, debido al pánico escénico; ahora aceptaba con serenidad la negativa, pero también dispuesta a perseverar en sus objetivos continuaría escribiendo poemas y relatos y los seguiría enviando a distintas revistas. Aparcó el manuscrito en un rincón del cajón a la espera de un momento más apropiado.
En uno de aquellos bailes de sociedad, invitada por la familia Clifford, conoció a un joven apuesto llamado Archibald Christie. Una fuerte atracción surgió entre ellos. Pertenecía al cuerpo de artillería y estaba en camino de convertirse en piloto del Real Cuerpo Aéreo. Movida por su innata curiosidad, Ágatha, había realizado una excursión en uno de esos aviones en 1911, previo pago de una considerable cantidad de dinero. Su madre había costeado gustosa el excitante paseo y el hecho de que se convirtiese en una de las primeras personas en surcar los aires, en una inolvidable experiencia. A pesar de conocer su compromiso, meses después, el alegre e impulsivo piloto le propuso matrimonio y ella lo rechazó. La negativa no consiguió disuadirlo, repitió la petición hasta obtener una respuesta afirmativa.
La Primera Guerra Mundial
De pronto, aquella vida relativamente acomodada se vio empañada. La noticia del inicio de la Primera Guerra Mundial, provocada por el asesinato del archiduque Franz Ferdinand de Austria, perpetrado el 28 de junio de 1914, les sobrecogió el corazón. Antes de partir el 8 de agosto de 1914 a un futuro incierto, Archie y Ágatha se encontraron y despidieron en Salisbury. Archie, pilotaría uno de aquellos aeroplanos, lo bastante inseguros como para estrellarse, incluso, antes de haber entrado en combate.
Ágatha tuvo clara la decisión a tomar. No se sentaría en un cómodo sillón para ver pasar una desgarradora guerra en su país sin implicarse, mientras su prometido y miles de jóvenes soldados arriesgaban sus vidas en la contienda. Como un año antes había hecho un curso de primeros auxilios y enfermería, acudió al dispensario de Torquay para ofrecerse de voluntaria. Suponía un gran reto, un cambio radical para una persona de su clase. Dispuesta a hacer acopio de todo su coraje para atender a los futuros heridos, pensando muy a su pesar que entre ellos bien pudiera llegar su prometido, y en una inevitable y dramática espera se entregó en cuerpo y alma al trabajo.
Siguiente y último capítulo, próximamente