Las trágicas consecuencias del conflicto bélico no tardaron en hacerse evidentes. Empezaron a llegar los primeros soldados, con miembros para amputar, infestados de piojos, con tifus, cólera o disentería. Algunas jóvenes voluntarias tuvieron que retirarse sobrepasadas por la desgarradora situación. Ágatha se superó a sí misma, realizó todo tipo de tareas humildes y desagradables que cada momento requería; empatizó con los heridos y les ayudó a escribir las cartas para sus familias.
En la botica del dispensario aprendió a preparar ungüentos, a conocer distintos venenos y complejos procedimientos. Le fascinaba la química y empezó a verla como una profesión; con esa intención se presentó a los exámenes, deseaba convertirse en auxiliar de farmacia. La devastadora realidad aumentó su natural pragmatismo, lo que la impulsó a adelantar el enlace. Así, en las navidades de 1914/15, aprovechando un descanso de Archie, imprevistamente, contrajeron matrimonio. Después, él regresó al frente y ella al dispensario de Torquay.
Durante la guerra, entre los exámenes, los cuidados hacia su madre cuya salud empeoraba, la asidua correspondencia con su esposo y su pasión literaria transcurrió aquel tiempo. Las ideas que surgían en su imaginación fluctuaban como la llama de un candil, elucubraba e hilvanaba la trama de una novela policíaca aun por escribir. La bruma despejó, y, en medio de los mimbres entretejidos, emergió con gran aplomo una criatura peculiar, quien habría de convertirse en uno de los protagonistas novelescos más emblemáticos de todos los tiempos.
Competía en ‘fino olfato’ y sagacidad, con el cultivado y elegante detective creado por sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes. Aunque dotado de un físico bien distinto, tan rocambolesco que rozaba la comicidad, la cabeza ovoide, el simétrico mostacho de guías engominadas y la extravagante vestimenta, rivalizaba en inteligencia. Un investigador de exótica mezcla, cuyo nombre aglutinaba fuerza y poder, todo concentrado en las ‘pequeñas células grises’ de su genial cerebro. Había nacido el portentoso detective de origen belga, Hércules Poirot.
Alentada por el entusiasmo de su madre la escritora en ciernes aceptó su propuesta. Se instaló un par de semanas en un hotel del parque nacional de Dartmoor, y, con ayuda de la máquina rescatada de Madge aprovechó hasta el último minuto de aquellos fecundos días para finalizar un manuscrito y enviarlo a un editor. Lo rechazaron acompañado de una nota cortés. No se desalentó, lo volvió a empaquetar y a enviar a otra editorial.
Después de dos años sin verse, su esposo regresó con una semana de permiso. La guerra había menoscabado su jovial carácter, mientras que ella era más positiva al vislumbrar una oportunidad de futuro. Archie leyó la novela, quedó seducido por la historia y asombrado de que aún no hubiese sido publicada. Siguiendo su esperanzador consejo Ágatha la envió a otro editor conocido. No tardó en ser devuelta al remitente en compañía de un amable y breve escrito. Cuando ya estaba dispuesta a arrinconarla en el fondo del cajón recordó una modesta editorial, The Badley Head, decidió mandarla en un último intento.
Mientras, se centró en los exámenes de auxiliar de farmacia. Todo iba perfecto hasta que le tocó el turno de las prácticas y el pánico escénico volvió a hacer acto de presencia. Fracasó. Pero empujada por un encomiable tesón, anhelaba superar la frustrante timidez, volvió a presentarse; y en esa oportunidad consiguió el diploma. Entonces destinaron a Archie al Ministerio del Aire, en Londres. Se trasladaron con la ilusión de iniciar al fin una vida en común.
Fin de la guerra: El Armisticio de 1918
Un día, la algarabía estalló en las calles, ¡la guerra había terminado! Cientos de mujeres lo celebraban, bailaban, gritaban y corrían de un lado a otro. Regresó a su casa desconcertada, sin sospechar que importantes cambios acontecerían próximamente en su vida. El 5 de agosto de 1919, nacería su única hija, Rosalind. Inesperadamente, el editor John Lane se puso en contacto con ella para publicar ‘El misterioso caso de Styles’. Con la lógica alegría de ver su primera novela publicada no se opuso a sus requerimientos. Firmó un contrato donde se estipulaba que no percibiría remuneración alguna de los 2.000 primeros ejemplares vendidos.
Archie recibió una extraordinaria oferta como asesor de su antiguo profesor, el mayor Belcher. Londres celebraría una relevante Exposición del Imperio Británico, pero antes debían realizar un viaje a las colonias británicas para fortalecer vínculos y recopilar datos. El viaje alrededor del mundo duraría unos meses, Ágatha podía acompañar a su esposo y al finalizar disfrutarían de un mes vacacional en Honolulu. Era 1922 cuando, después de dejar a Rosalind al cuidado de Clarissa y de Madge, embarcaron en el Kildonan Castle rumbo a Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, Canadá… Ágatha, además del equipaje, llevaba consigo la máquina de escribir.
En el Museo de Ciudad del Cabo descubrió una nueva pasión, la prehistoria, y en Honolulu otra, el surf. El 1 de diciembre del mismo año, el trasatlántico Majestic atracaba en el muelle de Southampton con ellos a bordo. Ágatha se volcó en la escritura, su siguiente novela, ‘El hombre del traje marrón’, estaba ambientada en exóticos lugares de África del Sur. Dos años después ya había cosechado un considerable éxito y pudo establecer sus propias condiciones con su nuevo editor, Edmund Cork, quien logró que el editorial The Evening News le ofreciera 500 libras para publicar un libro por entregas que había escrito inspirándose en el mayor Belcher.
Se mudaron a una lujosa vivienda en Sunningdale, la llamaron Styles en honor a su primer libro. Estaba situada junto a un campo de golf, deporte al que su marido se había aficionado. Fue él quien le sugirió comprarse un coche con el dinero obtenido y Agatha adquirió un flamante Morris; también contrató a una secretaria, Charlotte Fisher. La novela titulada: ‘El asesinato de Roger Acrkroyd’, cuya trama está considerada una de las más magistrales de la historia de la literatura, fue publicada en 1926, precisamente, el año más dramático de toda su existencia.
El día 26 de marzo de 1926, Ágatha tomó un tren con dirección a Manchester, el estado de Clarissa había empeorado. Durante el viaje, repentinamente, supo que su progenitora había fallecido. La madre que había ejercido de baluarte, cuyo entusiasmo actuó de constante estímulo, el amor más incondicional de su vida se había ido; y con ella una persona de extremada sensibilidad, capaz de comprender a cuantos la rodeaban. Ágatha experimentó un desconocido y desgarrador sufrimiento que la dejó vacía y huérfana; necesitaba el afecto de su esposo que se encontraba en España por trabajo. Cuando regresó, él no dejó de sorprenderla con su faceta más cruel, mostró buen humor y la animó a acompañarlo de nuevo a España para divertirse.
Ágatha quería hacer reparaciones en Ashfield y se quedó. La pequeña Rosalind acompañaba a su madre, la cual estaba sobrepasada por el dolor y la soledad. Ante la actitud perturbadora de su esposo que utilizaba excusas para permanecer ausente, sobrecargada, se deslizaba por una pendiente que desembocaría en una crisis nerviosa. Algunas señales advertían de que su salud mental se estaba resintiendo; el hecho de tener que firmar un cheque y no saber con qué nombre hacerlo o echarse a llorar porque el Morris no arrancaba. Sin embargo, Archie no pensaba renunciar a sus deseos, se había enamorado de otra mujer y quería el divorcio. La exigencia inesperada y a bocajarro conmocionó a la escritora, la traición la desgarró aún más.
La misteriosa desaparición de Ágatha
Sir Arthur y el personal destacaron la amabilidad de Teresa Neele, nombre con el que se había inscrito. Estaban profundamente conmovidos de verla llorar cuando tocaba el piano, creían que había perdido a un hijo.
Los médicos diagnosticaron un trastorno de identidad. Pero, el Daily News y otros medios la difamaron acusándola injustamente de utilizar una argucia para castigar a su marido, aumentar su fama y vender más libros. Lo cierto fue que Ágatha sufrió una crisis nerviosa que la mantuvo desconectada por un tiempo de sí misma y del mundo que la rodeaba, sin saber quién era ni dónde estaba. Su hermana Madge la cuidó con abnegado amor hasta su completa recuperación.
En 1928, Ágatha, ya restablecida, quiso alejarse un tiempo para olvidar tanta desdicha. Al evocar los paisajes que había admirado desde la cubierta del Kildonan Castle, seis años antes, recordó la majestuosidad del Teide en las Islas Canarias; aquel sería el idílico lugar que las acogería una temporada, a ella, a su hija y a Carlo, donde se consagraría como escritora profesional. Concedió el divorcio a Archie sin acusarle de crueldad e infidelidad. Un nuevo horizonte se desplegaba ante sus ojos, ignoraba que la vida le reservaba algo mejor, quería mirar hacia adelante y dejar los fantasmas del pasado atrás.
El secreto de permanecer siempre vigente es comenzar a cada momento
Ágatha Christie
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