Antes de acostarse, Pablo había echado una enorme miga de pan suizo que le había sobrado de la cena, al retrete. Después, se puso a contemplarla. Había crecido en tamaño debido a la absorción de agua y flotaba pesadamente, como un iceberg de harina de trigo.
Pablo orinó sobre ella. Era uno de los pocos placeres infantiles que tenía el hecho de vivir solo. Había tomado un par de cervezas y la micción fue de un calibre extraordinario; un pequeño lago Baikal era lo que ahora se representaba en la mohosa taza higiénica de aquel piso. Un apartamento precioso: treinta metros cuadrados repartidos a partes iguales entre mierdas, una cama de uno veinte, revistas con la fecha borrada y un hombre de cincuenta años que se debatía entre una relativa cordura y un tratamiento contra la esquizofrenia.
Cuatro días después, la miga de pan aún flotaba verdosa. Pablo había cagado en bolsas de plástico, por no estropear el hermoso ojo de mujer que se había formado.
En la mañana del sexto día, Pablo reconoció la mirada de su madre;
– ¡No me mires, madre, no me mires!
Se desnudo y volvió a orinar por decimoséptima vez sobre la miga de pan.
– ¡No me mires!
La miga de pan, finalmente, se deshizo y los pequeños trozos se hundieron en el fondo del retrete. Pablo tiró de la cadena, mandando a las cloacas cualquier atisbo de maternidad. Había sido un parricidio en toda regla.
Los días siguientes, Pablo no se levantó de la cama; la culpabilidad y el miedo le tenían anclado al colchón.
Con un lápiz de sombra de ojos escribió en su pierna una frase «Creo que puede que haya creado algo». Después, se tomó todas las pastillas de Clozapina que le quedaban. Y es que la voz de Vicent Price había empezado a susurrar su nombre a través de todos los sumideros de la casa.