LA PROMESA

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«Júrame que si en algún momento soy una carga para tu abuelo le obligarás a que me ingrese en una residencia». Levanté la vista sorprendido, no esperaba que apareciera en el salón a esas horas y la frase me descolocó.

FUENTE: del autor

—No digas tonterías abuela, duérmete y descansa, que vamos a despertar al abuelo.

—Júralo, por lo mucho que te quiero y que me quieres.

—Pero ¿por qué me dices eso ahora?

—Desde que me pasó lo del ictus tengo la sensación de que no hago nada bien. Hablo despacio, me muevo con lentitud, cocino peor, nada es como antes. Y puedo empeorar.

—Haces las cosas bien y el médico ha dicho que con el tiempo mejorarás. Simplemente tienes que tomarte tu tiempo para reponerte del todo.

—¿Y si tengo otro ictus?

—No tienes por qué. El médico dijo que con la medicación y los controles no deberías volver a tener otro.

—Por si acaso júralo.

—Mañana lo hablamos, ahora vete a dormir, el abuelo lleva roncando un buen rato.

Le di un beso y volvió despacio a la habitación, al poco rato escuché como sus ronquidos se acompasaban con los de mi abuelo.

Me acerqué a la ventana y vi que lloviznaba, no podía dejar de pensar en lo que le había dicho mi abuela así que decidí salir a dar un paseo.

En cuanto abrí la puerta del portal, el frío me hizo sentir una sensación cercana al dolor. No había ni una gota de viento así que el paseo prometía ser agradable, justo lo que necesitaba. Me abroché el anorak y me puse los guantes y el gorro. Me embargó una extraña alegría al sentir el agua, la noche y el aire gélido rodeándome.

Comencé a vagar por las calles dejándome llevar, sabía que el destino era el casco antiguo, pero no me importaba el camino que me iba a llevar allí. Los había recorrido todos en muchas ocasiones y esa noche cualquiera me vervía. Normalmente hubiera elegido algún recorrido con poca gente, pero esa noche no hacía falta, las calles estaban vacías, un martes de febrero con el tiempo tan desapacible no invitaba a salir de casa.

Iba embelesado pensando en la petición de mi abuela, sin fijarme demasiado en nada, simplemente pensando y sintiendo el frío. Al poco rato me quité el gorro para sentir el agua en la cara, esperaba que eso me aclarara las ideas. Estaba sumido en una especie de trance, casi flotando.

Mi abuela, la persona que amaba los espacios abiertos y la libertad, estaba dispuesta a que la recluyeran en una residencia si se convertía en una carga para su marido. Me parecía un gesto de amor que yo nunca sería capaz de hacer, no era tan buena persona. O quizás nunca había conocido a alguien que lo mereciera, no lo sabía. Al contrario de mis abuelos, que eran la imagen de lo que se podía llamar amor con mayúsculas.

Había un sentimiento que me martirizaba, mi abuela ya era una carga para mi abuelo. Necesitaba atención leve pero no era recomendable dejarla sola completamente y mi abuelo era la persona que se había asumido esa responsabilidad.

Levanté la cabeza y me encontré con el monumento a los turbos. Estaba apenas iluminado y las imágenes eran fantasmagóricas. Seguí subiendo y los recuerdos de la Semana Santa me llevaron a otros pensamientos. Recordé con cariño y dolor la subida a la audiencia procesionando. La ilusión de los días previos a la procesión, el frío de madrugada sacando a San Juan, los años que había subido con familiares y amigos, las decepciones de los años en los que el tiempo había evitado que salieran las procesiones. La subida a la audiencia la hice a paso de procesión.

Cuando llegué a la Audiencia decidí cambiar el camino para pasar por San Esteban y después seguí a la derecha para hacer ese trozo de la subida por la hoz del Huécar. Según ascendía el frío se hacía más intenso y la lluvia se convirtió en nieve. Al principio era aguanieve, pero rápidamente se convirtió en nieve suave, que caía flotando despacio. El temporal arreció y la nieve se hizo más densa. Me costaba ver más allá de cien metros, pero no me importaba, seguía en mi burbuja de pensamientos.

Me preguntaba la razón de que su abuela le hubiera hecho esa petición. Hacía ya tiempo que dependía de mi abuelo, no era una dependencia absoluta pero sí que le necesitaba más que antes. La ayuda de mi abuelo era muy discreta, casi no se notaba, pero estaba siempre pendiente de ella. Quizás mi abuela lo había notado y por eso me había hecho la petición.

La ayuda de mi abuelo. Otra prueba de amor difícil de igualar que comenzó cuando mi abuela tuvo el ictus que le dejó parte de la cara adormecida, movimientos más lentos y mayor lentitud en el habla, no se sabía si la lentitud se debía a problemas físicos o a algún daño cerebral. Un ictus que le permitía hacer vida normal, pausada pero sin problema para hacer las actividades habituales. No había nada que los médicos le hubieran prohibido, sólo la recomendación de hacer las cosas con calma, realizar ejercicios, controlarse la tensión y tomar su medicación. Pero mi abuelo decidió que ella merecía más atención y se volcó en cuidarla con discreción.

La nevada cada vez era más densa, con el hechizo que eso siempre suponía había empezado a cuajar y el espesor de la capa de nieve era cada vez más alto. Cuando llegué a la altura de la catedral me metí por la calle de Julián Romero que tenía un aspecto mágico con la capa de nieve sin pisar y la luz amarillenta de las farolas inundando todo.

Volví a pensar en mi abuelo. Siempre había sido una persona cariñosa que había querido a la familia y había adorado a mi abuela. Un hombre que, pese a la edad, se mantenía activo haciendo docenas de cosas cada día, sin parar. Hasta que pasó lo del ictus. Entonces tuvo un cambio sutil, difícil de apreciar salvo para alguien que prestara atención. Seguía haciendo muchas actividades, pero menos que antes y pasaba más tiempo con mi abuela. Sin hacer nada especial, sin ofrecerse a hacer cosas que mi abuela solía hacer, simplemente estando allí y apoyando. Recordé viéndoles nadar el verano anterior en la playa. La abuela nadaba despacio y un poco descoordinada pero segura, disfrutando del agua y de la naturaleza. Mi abuelo también nadaba, no cerca de ella, suficientemente lejos para que no pareciera que la vigilaba, pero cerca para poder llegar hasta ella si era necesario. Mirándola de reojo cuando ella no se daba cuenta.

También recordé las aparentes pérdidas de memoria de mi abuelo. Cuando estaban en una conversación, algunas veces simulaba que había olvidado algún detalle de lo que estuviera contando, se quedaba callado, pensando, hasta que mi abuela se lo decía con una broma del tipo «Estás peor que yo de la cabeza». Al principio me preocupé y pensé que el abuelo podía tener algún tipo de demencia, pero lo descarté cuando descubrí que esos olvidos no se producían cuando mi abuela no estaba. Pensar en eso me hizo sonreír.

Llegué al Castillo y seguí caminando para ver Cuenca nevada desde la carretera. En la cabeza se me empezaba a acumular la nieve pero no me importaba, no sentía frío. Estaba totalmente absorto por mis pensamientos.

Recordé la treta de mi abuelo para andar más despacio por la calle y así adaptarse al ritmo de la abuela. Los dolores simulados, la visita al doctor y amigo de toda la vida, la ecografía falsa y la consulta en la que el doctor, saltándose todos los principios deontológicos, les informó de que el abuelo tenía una artrosis fuerte. Les informó que no era nada grave ni que fuera a suponer un problema pero que debía empezar a  andar más despacio, tomar una medicina y hacer tablas de gimnasia en casa. Tablas que el abuelo hacía religiosamente aun sabiendo que no le hacían falta y medicinas que eran sustituidas por un placebo que les daba un familiar.

Llegué a la primera curva de la carretera y, con bastante precaución y usando la linterna del móvil, me acerqué a la valla de madera para ver el espectáculo del Convento de San Pablo, el puente, las casas colgadas y la catedral nevados. Era algo precioso.

Después de unos minutos sentí algo de frío y decidí que tenía que volver. Lo hice despacio, disfrutando de una ciudad que era sólo para mí. Bajé por la calle San Pedro, pasé por la Plaza mayor y seguí por la Calle Alfonso VIII para ver las casas de colores que me habían encantado desde niño. Casas que había pintado cientos de veces con diferentes materiales.

Volví a pensar en mi abuela y en la promesa. Tenía que decidir lo que iba a hacer porque la abuela era terca y no olvidaba las cosas. Sabía que en unas horas me iba a exigir que le jurara lo de la residencia. Y yo soy una persona de palabra, si lo juraba lo iba a cumplir. La situación me rompía el corazón. Sabía que si no lo juraba iba a decepcionar a mi abuela, se iba a entristecer y probablemente ella comenzara a pensar que la quería proteger de algún tipo de empeoramiento que ella desconocía. Pero si lo juraba y ella me lo pedía iba a tener que iniciar una lucha con mi abuelo para convencerle de que ella debía entrar en una residencia. Y me temía que mi abuela lo pidiera sin ser necesario, incluso al día siguiente. Y eso era injusto e inutil porque era cierto que el abuelo había cambiado sus hábitos para que ella estuviera mejor, pero también era cierto que los dos eran autónomos y seguían viviendo felices. No encontraba ninguna solución.

Llegué a la casa cerca de las cuatro de la mañana. De repente noté todo el frío y el cansancio acumulados y empecé a subir las escaleras rápidamente para pegarme una ducha caliente.

Me desperté desorientado y un poco adormecido, me costaba pensar y tenía un fuerte dolor de cabeza. Fue un despertar muy lento y extraño. Abrí los ojos y me costó reconocer dónde estaba. Era una habitación de hospital conectado a un par de máquinas, con un goteo y la cabeza vendada. Cuando se me pasó la sorpresa busqué el pulsador para pedir atención. Al rato apareció una enfermera.

—Veo que te has despertado —dijo con una gran sonrisa.

—¿Qué me ha pasado? ¿Por qué estoy aquí? —me costaba hablar.

—Tuviste un accidente, te caíste por las escaleras y tienes un traumatismo craneal, pero no te preocupes, estás fuera de peligro. En unos días te habrán dado el alta y podrás hacer vida normal.

—Pero ¿qué pasó?

—Hace unos días de madrugada te caíste por las escaleras. Tu abuela lo oyó, salió a buscarte y mientras te intentaba reanimar gritó a tu abuelo para que llamara a emergencias. Te salvaron la vida.

—¿Mis abuelos me salvaron?

—Sí, tu abuela logró parar algo la hemorragia mientras llegaban los de urgencias. Ya te lo contará ella, viene todos los días un par de veces, en un rato estará aquí. ¿Necesitas algo?

—No, gracias. ¿Fue muy grave el accidente? ¿Tendré secuelas?

—Fue bastante grave, el traumatismo es fuerte y perdías mucha sangre. Pero no vas a tener secuelas. Ahora estate tranquilo, necesitas descansar un poco más. Luego vendrá el médico a verte y te explicará todo.

—De acuerdo, gracias. Por favor, dígale que venga pronto.

—Sí, no te preocupes. Ahora le aviso. Intenta no moverte mucho, el vendaje de la cabeza está muy apretado, pero tiene que estar así. Es posible que el dolor se incremente, si es así llama para que te subamos la dosis de calmante.

Me quedé totalmente perplejo. Lo último que recordaba era el paseo que había dado, la vuelta a casa y subir las escaleras.

No sé el tiempo que pasó, creo que poco, diez o quince minutos. Llamaron a la puerta y entró mi abuela con sonriendo y emocionada.

—Ya me han dicho que te habías despertado. ¡Vaya susto nos diste! ¡Qué alegría que estés bien!

Me dio un beso fuerte en la frente y nos abrazamos llorando.

—¿Qué paso? —pregunté.

—Hace dos días te fuiste a dar un paseo por la noche, ¿lo recuerdas?

—Sí, recuerdo todo hasta que empecé a subir las escaleras.

—Eso es, me alegro de que te acuerdes de todo. Estaba dormida y oí como te caías. Salí corriendo y te vi tirado en las escaleras. Estabas inconsciente. Grité al abuelo para que se despertara, cogí unas toallas y te las puse para que dejaras de sangrar. El abuelo llamó a la ambulancia. Nos dieron más instrucciones y llegaron muy rápido.

—Me salvasteis la vida.

—Los médicos te salvaron. Y la suerte ayudó. Parece que no fue muy grave y que podrás hacer vida normal.

—¿Por qué he estado dormido tanto tiempo?

—El golpe fue muy fuerte. Los médicos preferían tenerte sedado hasta que estuvieras totalmente estabilizado.

—Estoy un poco asustado.

—No te preocupes, se te pasará pronto, cuando el médico te cuente todo te vas a quedar más tranquilo.

—¿Qué tal tú y el abuelo?

—Los dos bien, el abuelo llegará en un rato que se ha ido a hacer no sé qué. Yo me encuentro mejor y más animada.

La observé con calma. Me dio la impresión de que hablaba algo más rápido y que se movía algo mejor, incluso movía algo mejor la cara. No estaba seguro de si era real o me lo estaba imaginando. Estaba muy confundido.

—Antes de que venga el abuelo tenemos que hablar de la promesa.

—Abuela, no sé si es el momento. Yo te veo bien, es una tontería darle vuelas a lo que puede pasar. Mejor dejar de pensar en esas cosas, ¿no?

—A eso me refería. Tu accidente fue como una revelación. Me he dado cuenta de que estoy mejor de lo que pensaba, tengo mis limitaciones pero no son graves. Estoy afrontando todo con más optimismo y energía. Sé que me queda mucho por recuperar, pero estoy segura de que lo voy a lograr.

Me volvió a dar otro abrazo que duró mucho tiempo. Ninguno de los dos nos queríamos separar.

Me parecía un milagro que mi accidente hubiera provocado una mejora en mi abuela. Sentí alegría por haber tenido el accidente, había merecido la pena. Fue la primera vez en mi vida que sentí amor con mayúsculas.

 

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