LA PENA MÁXIMA

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El tema es realmente peliagudo. Tiene tantas aristas que uno acaba preguntándose si tiene alguna cara, alguna superficie suficiente para reposar la mirada y profundizar en ella, y si es así no lo es por cuestiones técnicas o éticas, sino por la aplicación colectiva de algo que debería de tener consideración individual. La profundidad del abismo que separa a la legalidad de la justicia se hace insuperable desde el mismo momento en que la ley se olvida del individuo y establece unas normas encaminadas a una igualdad inexistente, imposible. Es mentira que todos seamos iguales ante la ley porque es imposible, incluso injusto, que la ley sea igual para todos, o al menos su aplicación.

He sostenido en algún cuento que la oportunidad de equiparar ley y justicia se perdió con la ira de Moisés al romper las tablas recibidas, porque las leyes fueron reproducidas de nuevo, pero no su forma de ser aplicadas de forma justa. Ahí, en ese preciso momento, esa historia, sea real o ficticia, sea histórica o no, el hombre reconoce que nunca será capaz de aplicar la ley, la parte técnica y coercitiva, de forma justa, la parte ética y reparadora.

Hay tantas leyes, tantas, y tantas interpretaciones que es terriblemente improbable que un juez, ajeno a la historia y sus protagonistas como garantía de neutralidad, sea capaz de abarcar los matices individuales de los protagonistas, las características circunstanciales del hecho, y encontrar la justa aplicación de la ley precisa en su interpretación adecuada.

Para que la ley fuera justa precisaría obligatoriamente de unos elementos que son ficticios: unos hechos incuestionables, unos protagonistas éticamente, o anti éticamente, impecables,  un juez rigurosamente imparcial y unas leyes de imposible interpretación, absolutas. Ninguno de estos elementos se da en la vida real, ninguno  siquiera es previsible que exista.

Pero es que además, y no nos llamemos a engaño, la ley no es justa, para empezar, porque aquellos que la promulgan lo hacen desde una posición moral o intelectual en la que intentan imponer sus criterios a la sociedad, lo que ya de por sí la incapacita para ser justa para todos aquellos que no comparten las reglas del legislador. Cada día más la política interfiere en la legislación y lo hace intentando imponer a la sociedad unas normas de comportamiento y un pensamiento tan volátiles como su propio paso por la capacidad legislativa, creando un juego, y no me apeo del término, que sume al ciudadano en la indefensión, cuando no lo convierte en delincuente, sin que haya una quiebra ética de ningún tipo.

Leyes recaudatorias, leyes discriminatorias, leyes de igualdad desigual, leyes de comportamiento moral, leyes de predominio económico, leyes que regulan leyes, leyes civiles, leyes penales, leyes administrativas, leyes económicas, leyes de leyes, y todo abarcado por una afirmación que sanciona  a todas las leyes, “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”, que hace de todos y cada uno de nosotros unos delincuentes en potencia o, por ser más exactos, unos delincuentes inevitables.

Nadie puede conocer todas las leyes, sus interpretaciones, las sentencias que sientan jurisprudencia, ni vivir de forma consecuente sin infringir, en ocasiones directamente de forma consciente y a veces con rabia, tantas leyes existentes para alimentar egos, arcas o sueños de sociedades parciales. Porque una gran parte de estas leyes que nos rigen no son justas, ni puede serlo ninguna de sus interpretaciones, porque muchas de estas leyes que nos amenazan no son otra cosa que una visión personal del legislador. Entiéndase el término  personal como representativo de un colectivo preponderante en un momento determinado.

Tal vez, yo estoy seguro, el principal problema es que se pretende lograr con la ley lo que no se intenta con la educación, porque es más fácil prohibir que convencer, reprimir que formar. Más fácil y habitualmente más lucrativo.

“Tal vez, yo estoy seguro, el principal problema es que se pretende lograr con la ley lo que no se intenta con la educación, porque es más fácil prohibir que convencer, reprimir que formar. Más fácil y habitualmente más lucrativo.”

Y si la ley es injusta, si la legalidad es de por sí un apaño humano, y por tanto imperfecto, de unas reglas de convivencia, la forma de aplicarlas y sancionarlas acaba por lograr un entramado económico, ético, político, administrativo, penal de difícil encaje en ningún acercamiento a una utopía social. Por agravio en unos casos, por  ineficacia en otros, por incapacidad en los más, pero sobre todo por la imposibilidad de cuadrar las técnicas penales con las realidades individuales en las circunstancias actuales.

La pena de privación de libertad, por muy confortable que sea el lugar en el que se produzca, es sin duda la más terrible, la de mayor violencia punitiva respecto al individuo. No hay nada más tremendo e irrecuperable que el tiempo en el que no puedes disponer de tu vida libremente. Tal vez los que hemos hecho el servicio militar conozcamos, levemente, la sensación de frustración y pérdida que esas situaciones producen.

Llevamos un tiempo a vueltas con la prisión permanente revisable, con su constitucionalidad, con su pertinencia, con su aplicación, con su encaje en los derechos humanos, con su conveniencia en definitiva. Es, seguramente, la mayor de las penas que se puede imponer. Que se puede imponer legalmente, porque sin duda la mayor pena es la muerte. Y no, que esos que ya se han llevado las manos a la cabeza las bajen, no estoy reclamando, jamás lo haría, la pena de muerte, pero tampoco puedo olvidar que hay individuos que se arrogan esa potestad sin que nadie se la haya otorgado.

No hay nada más definitivo que la muerte, incluso para los que crean en otras vidas, y es por ello que aquellos que matan por perversión, por inclinación, por casualidad, por vocación o por cualquier otro móvil que se nos pueda ocurrir, han infligido a otro la pena máxima e irreversible. La capacidad punitiva de la ley tiene dos finalidades que han de balancearse a la hora de aplicarse, la prevención de la repetición del delito y la re educación del delincuente como método para evitar esa repetición.

Pero esa re educación debe llevar aparejadas la capacidad de arrepentimiento, la asunción de la culpa y la inequívoca voluntad de no repetirla. Si en un individuo no se dan estas premisas, si un individuo se muestra impermeable al horror perpetrado, si muestra una, aunque sea leve, tendencia a la repetición de su crimen, ningún tiempo que transcurra privado de libertad garantizará que no vuelva a cometer la misma acción una vez devuelto a la sociedad, que no estará preparada, ni tendrá defensa contra su decisión. El tiempo es un castigo, no un bálsamo ni una solución a un problema.

La muerte, por única e irreversible, es excepcional, y yo estoy convencido que aquellos que matan deben de estar sujetos a una pena excepcional. Excepcional en su dureza y excepcional en la justeza y magnanimidad con la que debe de ser tratado su término “revisable”, que siempre deberá imponerse al de “permanente”.  Matar por accidente lleva implícita la culpa de lo acaecido y su pena está implícita en su recuerdo, pero aquellos que matan por inclinación, por deformación o por voluntad deben de ser apartados de la sociedad hasta que demuestren una capacidad de superar los motivos que los llevaron a privar definitivamente de la libertad de vivir a otros.

 

No a la venganza, sí a la justicia y sí, sobre todo, a la defensa de las posibles víctimas. Ningún discurso ético, ninguna posición moral o discurso político puede devolver la vida a quién se haya visto privado de ella, y la ley debe de proteger primero a la víctima potencial, y después, solo después, al verdugo si tiene recuperación social posible. No es justo, como de hecho ha sucedido, mirar para otro lado decidiendo la falta de idoneidad preventiva de una solución penal no aplicada a un verdugo como pirueta ética para justificar una posición respecto a esa solución penal. No es justo, no es ético, es innecesariamente cruel con el entorno afectivo de la víctima y por tanto reprobable para los que lo han usado tan inconvenientemente y con bastante falta de respeto. En un sentido y en otro.

“la ley debe de proteger primero a la víctima potencial, y después, solo después, al verdugo si tiene recuperación social posible.”

Yo no soy Laura, ni soy Sandra, ni soy tantas víctimas de asesinos que en nuestra sociedad se producen. Pero tampoco soy un vengador, un iluminado, ni ninguna suerte de justiciero. Solo pretendo ser alguien que reflexiona y que tras hacerlo opina, con todos los peros y todos los pros sobre la mesa, sobre algo que la sociedad demanda, o condena.

En este caso sobre la pena de prisión revisable permanente. En este caso, y mientras haya asesinos no reinsertables, por los motivos que sean y que no importan tanto como la vida de la posibles víctimas, sin frentismos ideológicos ni revanchismos emociónales a favor de su aplicación excepcional y magnánima cuando así la evolución del reo lo aconseje.

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