LA OSADIA DE LOS IGNORANTES

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Es bueno que el ser humano ejercite la mente y la dedique a esa labor que es pensar, y ya sería admirable que fuésemos capaces de pensar por nosotros mismos, sin recurrir a esas frases que justifica nuestra “sabiduría” recurriendo a fuentes tales como: “me lo ha dicho un amigo que se dedica a….”, “lo he leído, no me acuerdo dónde”, “lo vi en Facebook”.

Por supuesto que, si la fuente de información es fiable y quien recurre a ella ha sido capaz de entender la información que ha recibido, habiéndose tomado, además, la molestia de contrastarla con otras fuentes diferentes; esa persona sería admirable, porque esta labor que debería ser la más normal para que cualquiera de nosotros pudiésemos  fundamentar bien nuestras ideas, opinones, o teorías que  esparcimos a nuestro alrededor. Sin embargo, todos sabemos que no es así.

Es por ello que, normalmente, solemos tener una idea parcial, no sólo acotada en cuanto a su verdadera esencia, sino también manipulada en muchas ocasiones por quien nos la ha trasmitido previamente. Lo que nos convierte en muchas ocasiones en unos sabios ignorantes y, lo que es peor, en seres tan osados que nos atrevemos a opinar, incluso de lo que no sabemos o conocemos con la suficiente profundidad, no dudando, incluso, en estigmatizar a personas, comunidades, instituciones, opiniones, teorías… , y un largo etcétera sobre las que hablamos u opinamos a diario a la “ligera”-

De manera que, para que podamos categorizar de bueno o malo, aceptable o no aceptable, valido o no valido, cualquier circunstancia u objeto de nuestro pensamiento, nuestra opinión debería estar bien fundamentada y contrastada, cuestión que, salvo determinadas personas que se dedican a una determinada profesión, arte u oficio, hacen para ampliar su conocimiento sobre la materia de que se trate, a través de la investigación.

Esto, no quiere decir que solamente los eruditos en una determinada rama del saber sean los únicos que puedan opinar sobre una determinada cuestión que constituye el objeto de su especialidad, pero sí que, cuando nos dediquemos a hablar u opinar de algo que no conocemos con las suficiente profundidad, lo hagamos con una humildad, al menos inversamente proporcional a nuestro desconocimiento sobre el tema objeto de debate, opinión o discusión.

Por otra parte, las personas menos pensadoras, solemos ser muy propensos a utilizar argumentos falaces, convirtiendo en absurdos determinados razonamientos mediante el uso de una lógica que lo que hace es transformar en verdades absolutas lo que no son más que meras generalidades, siendo una muy común la falacia ad hominem  por la cual se niega la veracidad de ciertas ideas o conclusiones resaltando las características negativas (más o menos distorsionadas y exageradas) de quien las defiende, en vez de criticar la idea en sí o el razonamiento que ha llevado a ella, como sería el caso de despreciar las ideas de un determinado pensador bajo el argumento de que este no cuida su aspecto personal.

 

“… las personas menos pensadoras, solemos ser muy propensos a utilizar argumentos falaces, convirtiendo en absurdos determinados razonamientos mediante el uso de una lógica que lo que hace es transformar en verdades absolutas lo que no son más que meras generalidades …”

Otra, muy común suele ser la falacia ad verecundiam, también denominada o falacia de autoridad, consisten en vincular la veracidad de una proposición a la autoridad de quien la defiende, como si eso proporcionase una garantía absoluta.

Pero, de los diferentes tipos de falacia hay una que es la peor, porque como su propio nombre indica –falacia ad ignorantiam–  con ella se intenta dar por cierta o con intención de veracidad una idea por el único hecho de que no se puede demostrar que es falsa, por lo que con ella se alcanzaría el sumo de nuestra osadía.

Todo lo expuesto nos lleva a dos conclusiones fundamentales, una ya apuntada, que es la humildad en nuestras opiniones sobre temas que no conocemos en profundidad o al menos con una información suficiente como para dar la apariencia de eruditos en materias en la que somos unos auténticos ignorantes y, la segunda, la prudencia porque con nuestras opiniones podemos causar daño a otras personas,  minusvalorando su inteligencia, faltando a su dignidad o propia imagen. Sino, nuestra soberbia, nos convertirá en esclavos de nuestras propias palabras, o lo que es lo mismo, en soberbios espirituales portadores de la verdad absoluta, cuando no es así.

En definitiva, y haciendo uso del prolijo refranero español, tened cuidado porque “por la boda muere el pez”.

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