Hace más de treinta y dos segundos que Severo acaba de atragantarse con un trozo de carne de cordero. Se le ha quedado que no sube ni baja de la faringe, y se está medio ahogando. Su madre, enfrente de él en la mesa de la cocina, ha levantado la cabeza del plato de caldereta y le mira fijamente.
– Ya te dije de chico que no fueras un ansias, que se come despacio y se mastica pensando; no como una alimaña, que es lo que siempre has parecido al comer. Anda, ven, que te saco el ahogo.
Severo corre hacia su madre pensando ya en una muerte cierta. Con el rostro aberenjendo, coloca su cabeza mirando al techo sobre las piernas de la que le regaló su útero.
Cuarenta y ocho segundos.
El cincuentón, buceando en su miedo, ha recordado los días en los que sentado en las redes, junto a la fábrica de hielo del puerto, disfrutaba con el boquear mudo de los peces que los marineros descargaban en cajas de los barcos, camino de la lonja.
Y ahora él, un inmenso mero de ciento cuarenta kilos, abre su boca en vano, rebuscando en el espacio esa brizna de aire con olor a cerrado que le dé la vida.
El espacio de la cocina se ha enmohecido en el segundo número setenta y cinco. Madre, con la mano derecha metida hasta la muñeca en la boca de su hijo, mueve los dedos más allá de la úvula, buscando ese trozo de borrego que está borrando todas las posibilidades de que Severo, mañana domingo, pueda ir a misa.
Entre llorosas arcadas, el segundo número ciento veinte busca desesperado ese pequeño cuadro de San Judas Tadeo que cuelga autista sobre la nevera.
Y al fin, con un agonístico rebuzno, el pedazo de ovino se acerca lo suficiente a las desnudas falanges de la muerte para que ésta hunda el alma de Severo en lo más profundo de la laguna Estigia.
Doscientos siete segundos y el reinicio sólo puede ser observado desde el desvestido ojal de un pecado.
Dos platos humeantes de guiso de cordero regresan por enésima vez a la mesa, y con ellos Severo y su madre. El anancástico ser que los gobierna, no parará hasta que consiga superar el nivel cincuenta y siete.
«Anda, ven, que te saco el ahogo.»
Este relato no puede ser superado por imágenes; es total y absolutamente ahogador…Uff, el mayor de mis temores vertido en palabras.
Simplemente genial.
Muchas gracias.