Rafael López Villar ♦ Empresario, escritor vocacional y estudioso de la gastronomía tradicional española
6 de julio de 2019
Cuando la luz que se venía empezó a teñir de plata el hilo que perfila en continuo el horizonte, hacía ya tiempo que el sueño me había abandonado. Una de esas noches teñidas de falso día, llenas de sueños que solo eran escenas imaginadas, llenas de pesadillas imposibles de diferenciar de instantes cotidianos. Sueños que te hacen desear con desesperación un amanecer capaz de separar la verdad de las verdades, la posibilidad real de las imposibilidades ensoñadas.
Cuando la luz que se venía empezó a teñir de plata el hilo que perfila en continuo el horizonte, hacía ya tiempo que el sueño me había abandonado. Una de esas noches teñidas de falso día, llenas de sueños que solo eran escenas imaginadas, llenas de pesadillas imposibles de diferenciar de instantes cotidianos. Sueños que te hacen desear con desesperación un amanecer capaz de separar la verdad de las verdades, la posibilidad real de las imposibilidades ensoñadas.
Devanando el infinito bucle, el recurrente revivir, de un instante en el que todo se dibuja con una falsa nitidez, con una firmeza sin vuelta atrás. La noche tocaba a su fin. Las sombras densas, ominosas, absorbentes, arrastraban, pegados a sus recovecos, los fantasmas de los ensueños desabridos. Ya no habría palabras calladas, gestos improbables, determinaciones sin retorno, en una constante revisión de lo no sucedido.
Incluso la sensación de calor insano, acumulado bajo la ropa de la cama, extrañamente adherido a la piel como una segunda envoltura de miasma insalubre, más imaginado que real, hace desapacible un dormir que en ningún momento consiguió ser sueño.
La pegajosa sensación de sudor frío, semiseco, semihúmedo, que marca la temperatura de la superficie en la que el cuerpo no consigue acomodarse, se encarama al sueño para completar un clima impertinente, desagradable, espeso, pantanoso.
Bruma en la mente, desazonado el cuerpo y un entorno febril, que impide que nada pueda ser despejado. Las horas son interminables, la aguja del minutero retiembla de impotencia cada vez que intenta avanzar un paso, sin darse cuenta de que aún no ha pasado, sin lograr apreciar que el presente, siempre efímero, se ha convertido en eterno, y el futuro, perplejo, se ha parado. Como en un discurrir obsesivo, en una suerte de apnea vital, se ha inmovilizado el espacio, se ha detenido el tiempo, y la normalidad busca desesperadamente una posibilidad para restituir el movimiento.
Cuando la luz, en la lejanía, empezó a colorear en rosas, en dorados, el borde imperfecto de una nube huérfana, hacía ya tiempo que, abandonado el sueño, pude considerar que podía empezar a enfrentar, con perspectiva, las obsesiones.
Posiblemente la luz, por más brillante que parezca, no contenga las respuestas, pero parece que no haya respuestas sin luz que las revele, sin claridad mental que las perciba, sin día para vivirlas ordenada, consecutiva, temporalmente.
Genial. Cómo siempre