A la luz de las vidrieras en un día claro, donde todo se dibuja tenue y dulce, de colores transparentes, bellos como los de un arco iris. Los templos y sus vidrieras siempre fueron para mí un reflejo de ese otro templo al que buscamos incesantemente cuando queremos escapar de toda la vorágine que nos oprime, que nos atrapa y subyuga al mundo gris, donde no existen los bellos contrastes sino sólo las sombras borrosas de los fantasmas; esos duelos no dolidos por la carne ni llovidos por las lágrimas.
La luz de las vidrieras de una catedral es el caleidoscopio imaginario del Alma que construye el Templo mientras intenta templar sus humores; esos estados a los que ya los antiguos pusieron nombre que a lo hipocrático eran:
El flemático.- Justo, reflexivo, tranquilo con equidad y puro. De Alma Epicúrea.
El melancólico.- Pensador, nervioso. Encuentra su hábitat en la soledad y la calma
El sanguíneo.- Tiene mucha energía, fuerza y vigor. Se puede confiar en ellos, van de frente, aman la vida.
El colérico.- Egoístas, libres, individualistas, piensan poco y actúan más. Saben ver las oportunidades en todas las adversidades, exprimen tanto su energía como la ajena.
Son los humores del ser humano, todos tenemos un poco de cada uno de ellos, aunque siempre uno sobresale en nosotros, haciendo de eso nuestra identidad álmica, nuestro color dentro de la vidriera.
Al igual que los humores singularizan nuestra Alma, también lo hace nuestra composición química, en la cantidad en la que los cuatro elementos (fuego, agua, tierra y aire) se combinan para configurarnos.
Las vidrieras, a imagen y semejanza de nuestros humores con sus colores y de nuestra composición elemental, nos emulan: tierra en el vidrio, agua en el color y aire que prende el fuego del horno donde se cuecen. Pero existe, al igual que en nosotros, un quinto elemento en las vidrieras del Alma y en las de las Catedrales; este elemento no podría ser otro que el plomo…sí, el plomo fundido une todas las partes, da cuerpo completo al puzle de las vidrieras, es el nexo entre el Alma y el Espíritu; la metáfora perfecta.
Las uniones emplomadas son las cicatrices de las piezas rotas. Sólo la luz consigue que pasen desapercibidas y nos fijemos en el color, que hace de las figuras algo entero. Los rayos de luz que las atraviesan componen una coreografía y una sinfonía vibrando en todos los colores del espectro, explotando en el sumun de todas las escalas. Crean armonía, orden, perfección que transforma el plomo en oro luminoso.
¡Son las vidrieras tan bellas!, me dicen tantas cosas, me trasladan luz a luz a tantos paraísos…
El templo, el temple, los temperamentos…la plomada que hace rectos los muros del Espíritu por donde se abren huecos a las vidrieras del Alma que Él alumbra. Colores, tantos colores, de distinta intensidad en divino contraste.
Maestros vidrieros, Maestros canteros, constructores Maestros…¿dónde se esconde vuestro secreto? ¿De qué lugar salió tanta belleza? Esta catedral, todas las catedrales y sus vidrieras…no puedo expresarlo con palabras, los colores no se expresan; se disfrutan, se sienten, se lloran ¿Por qué los lloro? ¿Qué hace que llore con las vidrieras? Será que me deshielan…