Consumidos los 15 días de confinamiento hay ganas de cantar victoria, ganas de decir que el gobierno español ha sido más eficaz que el italiano o incluso el chino… Llegar en dos semanas al pico de infectados es una medalla que Pedro Sánchez quiere colgarse. Pero le va a ser difícil, aunque tiene a los medios a su servicio con eso de “ahora toca arrimar el hombro y dejar las críticas para más adelante”. Falaz hipocresía que pretende dar aire al Sr. Sánchez en su ambición de convertirse en el Churchill español.
No sabemos cuándo llegaremos al pico de contagio por la sencilla razón de que no sabemos cuántos infectados hay en España. Los números que nos facilitan tan solo representan el número de infectados a los que se les ha hecho la prueba y es evidente que, en su ineptitud, el Gobierno ha sido incapaz de montar un sistema de pruebas rápidas fuera de los hospitales.
La parsimonia antes de declarar el estado de alerta contrasta con las prisas por anunciar la victoria. La suerte es que la ciudadanía española ha reaccionado con suma cordura y se ha quedado en casa sin rechistar. Los casos de detenidos por saltarse el confinamiento tienen más que ver con la insensatez mínima de cualquier sociedad democrática, que por lo que se ve en España es bastante baja. Puras anécdotas aireadas y multiplicadas por los medios de propaganda coronavírica.
Esto nos lleva a algo que apuntaba al inicio de mi anterior artículo y que ha desarrollado perfectamente Naomi Klein: ¿Cómo saldremos de esta crisis? ¿Será aprovechada por las oligarquías y las multinacionales para quedarse con un trozo aún más grande del pastel de la economía? ¿Aprovechará el capitalismo para reinventarse de nuevo, para tratar de perpetuarse, para terminar de dar el gran bocado a los servicios públicos? ¿O seremos capaces los ciudadanos, no solo los españoles, de plantar cara a ese proyecto neo-liberal?
El bloqueo de Alemania y Holanda a un acuerdo de la Unión Europea que pusiese en marcha un plan ambicioso contra el coronavirus es una muestra de cómo se está gestando la salida de esta crisis. Una crisis tal vez no buscada, pero sí oportuna.
Son nuevas preguntas a resolver en los próximos días y meses. Pero antes tenía el compromiso de otras.
Me preguntaba:
¿Es o no es la Constitución del 78 un buen “contrato social” para la convivencia, desarrollo y permanencia de la nación española?
Hay un empeño miope y acomplejado de la izquierda española en declararse contraria a la Constitución del 78, después de haber contribuido decisivamente a sacarla adelante. Era, aquella, una izquierda que venía de la lucha antifranquista y que había entendido la necesidad de sacar a España de una dictadura, que fue consciente de su propia incapacidad para ir más allá en el cambio de sistema y que cedió lo mínimo para conseguir una España democrática.
Ciertamente, la forma del Estado consagrada por ese texto no fue la república sino la monarquía; pero, en cambio, esa misma Constitución contenía apartados que abrían la posibilidad de realizar desde la izquierda políticas sociales y de redistribución de la riqueza, e incluso de priorizar el uso social de la propiedad en beneficio de la mayoría. Que el PSOE, en sus tres décadas al frente del Gobierno, no haya hecho uso de esa posibilidad, es algo de lo cual es el propio PSOE el único responsable.
Contiene defectos, porque no existe Constitución perfecta. Y, seguramente, es lo lógico: una Constitución que contente a todos es un imposible. Una Constitución no solo ha de contentar a las mayorías: también ha de garantizar el derecho de las minorías, y los principios de igualdad, libertad y fraternidad.
En ese sentido es evidente que los últimos 40 años no son un dechado de aciertos en los ámbitos político, económico y social, sino más bien un desastre creado por una partitocracia corrupta, tanto en el ámbito nacional –PP y PSOE– como en el autonómico, muy entrelazados entre sí. Es responsabilidad de esa partitocracia la falta de desarrollo y cumplimiento de la Constitución.
Y se han cuidado mucho de evitar que les quiten el chollo. Por ello, ni los dos grandes partidos nacionales –PP y PSOE–, ni los nacionalistas periféricos –PNV y CiU, Bildu, BNG, ERC…–, ni los nuevos, como Ciudadanos y Podemos, han mostrado en ningún momento un verdadero interés en reformar las leyes con las que se constituyen los poderes del Estado: básicamente, el sistema electoral. Un sistema electoral que genera un bipartidismo imperfecto, en beneficio de los dos partidos más votados en el ámbito estatal, y de los nacionalistas, también en el estatal y, especialmente, en el autonómico.
La fijación de la izquierda formal actual (PSOE + UP) con la Constitución del 78 como causa de todos los males responde, en realidad, a una necesidad puramente estética de marcar diferencias con la derecha, dado que sus recetas económicas se visten de radicalismo mientras están en la oposición, pero se moderan muy mucho cuando entran en tareas de gobierno.
Las grandes reconversiones industriales las guió el gobierno de Felipe González, el cual también impuso el ingreso en la OTAN sin respetar los puntos que él mismo introdujo en el referéndum. La privatización del INI y las grandes empresas estatales, la liberalización de telefonía, agua y energía se culminan bajo gobierno del PSOE. El regalo de las Cajas de Ahorro a la banca privada bajo la batuta de Zapatero, el inicio de los recortes sociales con las reformas laborales y del sistema de pensiones –que el actual “Gobierno de Progreso” aún no ha dicho que vaya a derogar– se adelantan a las del gobierno del PP de Rajoy.
Mención aparte las posiciones de la izquierda sobre la estructura territorial de España. Durante mucho tiempo el laissez faire de los gobiernos de España, tanto los del PSOE como los del PP, permitió a los nacionalismos convertirse en hegemónicos en sus respectivas comunidades. La respuesta de IU y Podemos –y las sucursales y franquicias de ambos–, hoy en coalición, ante el Procés iniciado en Cataluña, apuestan claramente por la soberanía de las partes (el mal llamado “Derecho a decidir”), en línea con el complejo heredado ante el nacionalismo desde la Transición; mientras, el PSOE alterna una posición aparentemente contraria al nacionalismo cuando está en la oposición, o en campaña electoral, con otra, vergonzosamente claudicante –que disfraza de “estilo dialogante”–, cuando llega al poder.
El intento armonizador, frustrado por el Constitucional, de la LOAPA indicaba el camino para resolver un problema que ya tempranamente se veía venir: la reforma constitucional. Pero el PSOE y la UCD –sustituida en la derecha por AP, luego PP– prefirieron pactar con el nacionalismo y darles cabida en el negocio de la partitocracia y la corrupción… De aquellos polvos, estos lodos. Cuando el nacionalismo les lanza el órdago secesionista a partir de 2012, les pilla con el pie cambiado y con la mierda corrupta hasta el cuello… y así seguimos.
Acabando.
La Constitución del 78 es claramente un buen contrato social, aunque, como toda herramienta, en manos inexpertas o perversas puede producir efectos desastrosos. Diría más: es la mejor Constitución de la historia de España. Sigue la estela de la Pepa y de la Constitución de la Segunda República, y las mejora.
Indudablemente es mejorable, y es necesario plantearse su reforma sin maniqueísmos y con la moderación de los que quieren llegar muy lejos. El consenso que la alumbró –no el mismo, ya que todos hemos cambiado, pero sí el mismo espíritu– debe presidir el proceso. No necesariamente el mismo sistema; se precisa mayor participación de los ciudadanos, mayor debate social, y un sistema de votaciones cohesionado pero por capítulos, no como un todo. Es decir, un proceso de politización y profundización democrática.
Y ¿por que no? Hablemos de la designación de la jefatura del Estado. Pero eso lo dejamos para la semana que viene… si les parece.
Nou Barris, Barcelona. Viernes, 27 de marzo de 2020.
Vicente Serrano.
Miembro de la Junta Directiva de la asociación Alternativa Ciudadana Progresista.
Autor del ensayo EL VALOR REAL DEL VOTO. Editorial El Viejo Topo. 2016