He repasado el estudio que enumera por su importancia los problemas que la sociedad española dice, o cree, tener. La mayoría son de índole económica o de índole política. La mayoría son problemas que no tocan la solidaridad, ni siquiera la insolidaridad.
Estamos preocupados por el paro, lógico, por la economía y los partidos, así en general, por la corrupción y la crisis catalana, ya más en corto. Y luego, en el limbo de los menos preocupantes, algunos que apuntan al carácter social, la sanidad, las pensiones…
Pero mientras permitamos que los políticos nos hagan creer en problemas falsos, cuando no inducidos por ellos mismos, seguiremos abandonando a nuestros semejantes más desfavorecidos a su suerte. Así lleva montado el mundo desde finales del XVIII. Moviéndose en una dinámica que hace a los fuertes cada vez más fuertes y a los débiles cada vez menos visibles y más miserables. Miserables de miseria física y de miseria moral. Miserables de hambre y de ignorancia. Miserables de abandono y de transparencia.
“Pero mientras permitamos que los políticos nos hagan creer en problemas falsos, cuando no inducidos por ellos mismos, seguiremos abandonando a nuestros semejantes más desfavorecidos a su suerte.”
Pero siempre es posible que el observador esté equivocado, que su percepción de los problemas sea rea de sus propias obsesiones o intereses, así que he decidido hablar sobre alguno de esos colectivos que a mí me parece que la sociedad, para su propia comodidad y confort moral, va arrinconando hasta hacerlos invisibles, cuando no despreciarlos o darles la categoría asociada de delincuentes. Son colectivos que no pueden invocar para su visibilidad ni su raza, ni su origen, ni su religión. Son personas que han vivido perfectamente integradas en la sociedad, con más holgura en algunos casos, con más necesidad en otros, hasta que esta los ha abandonado, los ha considerado amortizados y los ha relegado al rincón de la necesidad desazonante que incita a la limosna.
No cabe duda de que los problemas siempre son incómodos, y cuando además son ajenos la incomodidad se acaba convirtiendo en rechazo, en negación y en abandono. Es verdad que ni todo lo que reluce es oro, ni toda la mugre que nos asalta es rea de miseria. Y ese es uno de los grandes, primeros, problemas que nuestra sociedad arrastra desde tiempos en que la limosna era el vehículo para acallar conciencias. Permitir que los esfuerzos de la dádiva individual, siempre escasa, selectiva e ignorante, que la limosna, mecanismo de acallar conciencias, recurso de los que tienen para evitar pensar en los que no tienen, salvaguarda de paraísos por venir que la moneda sobrante intenta asegurar sin conseguir limpiar el desprecio, el asco, el miedo o la displicencia hacia el necesitado, sustituya en nuestras expectativas a la necesidad social de erradicar la pobreza, la moral y la física, la económica, la educativa. Porque suelen ir todas unidas, sobre todo en colectivos marginales.
Separemos el grano de la paja. Separemos necesidad de negocio, pobreza de picaresca, hambre de medraje. Aunque solo existe el pícaro porque primero existió el pobre. Solo existe el pícaro porque antes la sociedad no le dio al que solicita limosna lo que como persona y ciudadano le hubiera correspondido: acceso a la formación, a la vivienda y al trabajo. ¿Qué no siempre es así? Puede, siempre pueden encontrarse excepciones, pero la excepcionalidad es tratable cuando la generalidad está resuelta.
Yo conozco un colectivo, no marginal antes de empezar a serlo, no conflictivo, que ha sido casi completamente abandonado por la sociedad, salvo por los que están en su entorno, si los tienen, maltratados hasta sumirlos en la pobreza, en el abandono, en el olvido, en la miseria y la frontera de la inexistencia. Un colectivo del que todo el mundo habla, al que todo el mundo compadece, por el que nadie hace nada efectivo. Un colectivo condenado al olvido comentado, que es el más cruel de los olvidos. Al ostracismo compasivo, que es el ostracismo más inhumano.
Nuestros mayores se mueren. Se mueren en la soledad, en la tristeza de contar que sus pensiones, cuando las tienen, no les garantizan ni la más elemental supervivencia. Se mueren viendo como los servicios sociales, cuando tienen acceso a ellos, llegan tarde, son más caros de lo que ellos pueden pagar o están sujetos a tramitaciones fuera de su alcance. Nuestros mayores están abandonados a empresas privadas de servicios sociales en las que prima el beneficio sobre la atención, en las que las reclamaciones y las arbitrariedades denunciables y denunciadas se pierden en despachos de oscuros intereses. Nuestros mayores sufren, lloran y acaban su vida en condiciones en las que el rubor que debería producirle a nuestra sociedad su situación debería de ser suficiente para iluminar el mundo. Nuestros mayores no son un problema que la sociedad identifique como tal.
“Nuestros mayores se mueren. Se mueren en la soledad, en la tristeza de contar que sus pensiones, cuando las tienen, no les garantizan ni la más elemental supervivencia.”
Pensiones miserables. Centros de atención insuficientes, medicación cara o no cubierta. Impuestos, nuestros mayores pagan impuestos indirectos aunque no tengan donde caerse muertos. Lasitud social. Abandono o insuficiencia de contacto familiar… y además demencia.
Por si nuestros mayores no tuvieran suficientes cuitas, suficiente abandono externo, la enfermedad los abandona de sí mismos, los relega a un estado de dependencia para el que la sociedad, salvo los privilegiados, los más acomodados, no tiene respuesta, no al menos una respuesta contundente y satisfactoria. ¿Cómo va a tener esa respuesta si no identifica el problema? ¿Si no reclama la solución? ¿Si el esfuerzo individual y familiar, cuando la familia existe, palía parcialmente una hecatombe moral a nivel colectivo?
Entiendo que políticamente no son interesantes. No votan, no cotizan, solo gastan. Gastan dinero que los políticos podrían emplear con mejores fines. En sí mismos sin ir más lejos. Gastan recursos, urgencias, tiempos de médicos. Gastan paciencia ajena solicitando cuidados que no siempre son físicamente reales, aunque si sean muchas veces anímicamente imprescindibles. Gastan tiempo, gastan energías. Yo he visto a viejos que acuden a las salas de espera de las consultas externas de los grandes hospitales para tener con quién hablar.A ancianos tirados en la calle, sin techo, expuestos las agresiones de bestias de forma humana. A mayores rodeados de basura, de miseria real y palpable, en una vivienda que apenas pueden pagar y que se deteriora al mismo ritmo, o más rápido aún, que ellos mismos. A gente que muere en soledad, en la ignorancia ajena, sin que su entorno sepa ni siquiera que ha estado enferma
Una sociedad incapaz de cuidar a sus mayores, incapaz de buscar una calidad de vida aceptable para ellos cuando ya ellos no pueden reclamarla, es una sociedad que no se preocupa por la realidad social, por la justicia y por el futuro, porque la vejez ajena de hoy es nuestra situación segura de mañana.
Esa vejez que los niños contemplan con ingenua curiosidad, que los jóvenes ignoran con aprensión y soberbia, y los maduros pretenden ignorar con inquietud de cercanía, no es de izquierdas, ni de derechas, no es una enfermedad ajena, ni una etapa salvable. Esa vejez es nuestro propio destino y al parecer, como sociedad, no nos preocupa. Estamos en otras cosas, estamos en banderas, en religiones en ideologías y otras preocupaciones de nivel superior. Y nuestros mayores, nuestros viejecitos, nuestros abuelos, los propios y los que no tienen nietos, se agostna, agonizan y mueren sin que nadie vele por ellos.
Y nos llamamos civilizados. Que venga dios y los vea.
En el holocausto se les daba una ducha de gas. No proporcionaban nada, ni siquiera pagaban impuestos ni trabajaban y, además, necesitaban comer. Ahora no sirven de alimento para el capitalismo. Ahora, aunque tengan poco, no se les deja morir sin pagar. Ahora son cáscaras intentando ser exprimidas hasta la última gota, hasta el último céntimo. El horizonte de posibilidades real es cruel, horroriza. ¿Y qué es lo que está en nuestro horizonte de posibilidades?
Si hay veces que incluso el egoísmo ataca dentro de las propias familias, enfrentando a sus componentes, ¿cómo se iba a librar la sociedad de él si es el mayor motivo de movimiento individual?
Es fácil generalizar, y más en esta época cuando se habla de «políticos», lo cual es en lo único que no estoy de acuerdo. Generalizar implica un conocimiento absoluto y, a nivel personal, me asusta pensar que alguien afirme tenerlo. Tanto en este aspecto como en cualquier otro. Hay otra cosa, y es que se nos llena la boca de moral, mientras que el cuerpo se nos llena de pereza, lo que, traducido a la realidad acaba en la inacción y consecuente incoherencia. Comparto absolutamente tu frustración a este y en otros respectos, ya que, hablando en términos de Bauman, es desalentador y extremadamente difícil vivir en una modernidad líquida.
Gran artículo, compañero.
Estupendo artículo.
Desnuda a una sociedad descarnada que camina hacia la deshumanización.
Es trágico.
Cualquier civilización que se precie y se atreva a presumir de avanzada debe serlo, no sólo parecerlo. Debe esgrimir en cabecera los más elementales valores, imprescindibles en todo ser humano, enarbolarlos como la bandera de un avance real de la Humanidad.
La necesidad del respeto a la dignidad ajena, la sensibilidad con nuestros ancianos, la empatía, solidaridad o compasión hacia nuestros semejantes es un deber en la sociedad que estamos obligados a ejercer, a transmitir y fomentar.
Excelente artículo. Lo ancianos no solo soportan ese rechazo. Desgraciadamente, se han hecho cargo, con sus pensiones cada vez más bajas, de mantener a sus familiares vapuleados por al crisis.