La imagen de la tormenta en ciernes, acercándose agazapada entre las grisáceas sombras, me dejó un mal presentimiento que con el transcurrir diario se fue agigantando. ¿Estaría la civilización condenada a regresar a tiempos pretéritos? Entonces recordé las palabras del sociólogo y escritor Jeremy Rifkin, en una entrevista reproducida en el diario Público, decía: -“Hemos tenido otras pandemias en los últimos años y se han lanzado advertencias de que algo muy grave podría ocurrir. La actividad humana ha generado estas pandemias porque hemos alterado el ciclo del agua y el ecosistema que mantiene el equilibrio en el Planeta”. “Estamos ante la amenaza de una extinción -aseveró- y la gente ni siquiera lo sabe”-.
Cuando entró en vigor el estado de alarma, en el pasado mes de marzo, lo hizo junto a una frase que ha quedado tatuada en nuestra memoria como recuerdo imborrable de esta Pandemia. ¡Quédate en casa! Desde entonces han transcurrido poco más de tres meses, ¡toda una vida! En el umbral de la negación al descomunal reto que enfrentábamos el humor compartido inundó las redes sociales. La creatividad y el ingenio se agudizaron, recibimos consejos altruistas de profesionales de la salud, también la cultura y el arte nos visitaron virtualmente en nuestro propio espacio. Un plan de contingencia promovido espontáneamente contribuía a mitigar la tensión causada por el miedo y la incertidumbre. Una trágica realidad ajena a nuestros deseos fue imponiéndose en el devenir de las primeras semanas. El número de personas contagiadas y fallecidas, crecía sin cesar. La nefasta experiencia sufrida en la sanidad transalpina se trasladó a nuestro país.
–Aprender de nuestros errores nos hace más inteligentes, aprender de los errores de los demás nos convierte en más sabios–
Descubrimos que recluirnos en casa era duro aunque no tan arriesgado como ir al hospital, ceñirse al cuerpo capas de plásticos, reutilizar mascarillas una y otra vez, permanecer en pie sin desfallecer, horas, días, semanas, intentando salvar vidas, cuidando de los enfermos aun careciendo de los imprescindibles EPIS, pudiendo terminar contagiados o en el peor de los casos perdiendo la vida. Las noticias mostraban dolorosas e impactantes imágenes de pacientes hacinados en los pasillos de los hospitales y al personal desbordado física y emocionalmente. Diversos editoriales denunciaban la falta de UCIS, la epidemia estaba fuera de control. La certeza de que el sistema sanitario había colapsado en algunas Comunidades Autónomas obligó a enmudecer de espanto al conjunto de la sociedad. Los sanitarios han sido protagonistas involuntarios, les ha tocado vivir esta tragedia en primera fila y a pesar de las dificultades o el horror de la situación han sido capaces de sobreponerse, demostrando un coraje y una entrega encomiables. Arriesgado era desempeñar un puesto de trabajo que implicase contacto directo con el público, el cual se mostraba a veces un poco atolondrado e irrespetuoso, olvidando mantener la distancia y las medidas de higiene. Mantener los servicios esenciales, algunos invisibilizados e infravalorados, para que el conjunto de la población no careciese de los productos básicos, ha sido posible gracias a la valentía de quienes trabajan en estos sectores.
Emplazados cada día, a las ocho de la tarde, desde los balcones de nuestros hogares nos encontrábamos aplaudiéndoles, reconociendo y apoyando su trabajo, acompañados por la música de una rescatada canción del Dúo Dinámico, Resistiré. Una sociedad solidaria, unida, remando al unísono. Me sentía profundamente conmovida, agradecida, orgullosa de mi país. En aquellos días, hoy parecen tan lejanos, aprendíamos a poner en valor las cosas realmente importantes y no eran precisamente materiales. Tal vez fue la intensidad que alberga un sueño arraigado en la infancia, esa tendencia a creer en la posibilidad de un mundo mejor, más justo, compasivo, tolerante, respetuoso, lo que me llevó a pensar erróneamente en un cambio social radicalmente positivo. Una necesaria transformación dirigida a regenerar los menoscabados valores, tan humanos y esenciales, provocada por las lecciones que la Pandemia iba dejando a su paso.
Lo más brutal de esta realidad ha sido ver en tan breve espacio de tiempo cómo el aspecto más amable de una sociedad unida frente a una adversidad común, tuvo sus días contados; emergió con la efervescencia de una estrella fugaz para desaparecer efímera en el infinito, truncando una gran oportunidad. La sustituyó otra realidad, zafia, incoherente, manipuladora, proclive al aspaviento y la gresca, atizando y dividiendo, una diabólica conjunción que ha sometido a la ciudadanía enclaustrada a una constante irritación y agotadora pesadumbre. Obligada por las circunstancias la sociedad ha soportado estoicamente la embestida del Covid-19, además de aguantar otro virus corrosivo de tintes ideológicos que no ha dudado en demoler la concordia inicial, esparciendo una toxicidad contagiosa allá por donde va, el ODIO, contra el que ni mascarillas, guantes o geles resultan eficaces, y da muchísimo miedo por lo que representa.
La degradación en nuestro “templo” común, el Parlamento.
El debate del estado de alarma provocado por la Pandemia habrá supuesto un quebranto más a superar para el Gobierno en el Congreso de los Diputados, pero para el conjunto de la ciudadanía, me atrevería a decir, ha significado una tortura innecesaria e inmerecida. Hemos sido testigos de continuas, violentas y necias descalificaciones, acusaciones vejatorias sin ninguna base, algo que deshonra a una oposición desnortada y maleducada. El aforamiento es una anomalía inaceptable cuando permite la indecencia como modo habitual de interpelar al contrario. El centro moderado queda en las antípodas de estas “políticas y políticos”, han perdido cualquier atisbo de sensatez y con ella la credibilidad. Daban ganas de llorar viendo el deplorable espectáculo. En la prensa exterior se hacían eco con portadas que provocaban vergüenza ajena. Han convertido el templo común donde reside la soberanía popular y exige dignidad, en una vulgar taberna, el comportamiento tribal y asilvestrado, desenfrenado, egoísta, con derecho a denigrar y humillar, intolerable, les hizo olvidar que ha habido elecciones hace siete meses. Se llama decencia y respeto al pueblo, a la Democracia, así de simple.
-Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema- Winston Churchill
Escuchando las habituales ruedas de prensa del Dr. Fernando Simón, las recomendaciones de la OMS, las declaraciones de diversos expertos epidemiólogos y virólogos, además teniendo de ejemplos a Wuhan e Italia, la ciudadanía en su mayoría tuvimos el convencimiento de que la única forma de contener la propagación del virus residía en el aislamiento. Personalmente, jamás he interpretado el estado de alarma desde la imposición arbitraria que recortaba mis derechos, sino como una obligación perentoria conmigo misma, mi familia, amigos, especialmente con los conciudadanos más expuestos. La revista médica The Lancet ha publicado un reciente estudio del Imperial College de Londres, dicho informe estima en 450.000 vidas salvadas en España, 3.000.000 millones en Europa. La privación temporal de libertad tan estricta no ha sido estéril, salvar una sola vida ya habría merecido la pena el sacrificio. Entretanto las noticias proliferaban sin tiempo para digerirlas. Las eternas causas abiertas de corrupción política volvían a golpearnos en plena Pandemia. Un prestigioso editorial británico publicaba portadas demoledoras, tristes e indignantes, atribuidas a la Monarquía española.
Mientras, ignorábamos que miles de ancianos morían en las residencias sin medicalizar, en silencio y en soledad. En la Comunidad de Madrid los bomberos experimentaron su particular pesadilla al encontrar a ancianos fallecidos desde hacía días en sus habitaciones. Mujeres y hombres desvalidos, abandonados de manera ignominiosa, despojados de toda dignidad. La mayoría habrían vivido su niñez durante la guerra civil o acarreando las dificultades y las penurias de la postguerra. ¡Espeluznante! En ese punto de reflexión el recuerdo de mis queridos progenitores se hizo más patente, todavía eran niños cuando estalló la guerra. Imaginaba a mi padre asustado y a mis abuelos protegiéndole, y a mi madre vestida con el uniforme azul marino del colegio, el pánico pintado en su inocente y bello rostro, corriendo de la mano de mi bisabuela hacia el refugio, en tanto las alarmas advertían de la cercanía de los bombarderos. No fueron tres meses si no más de tres años padeciendo sinsabores, conviviendo con cartillas de racionamiento, sin televisores, internet o teléfonos móviles. Parte de su vida quedó eclipsada por culpa de un conflicto fratricida, su juventud injustamente cercenada. ¿Arrastraron traumas? ¡Quién sabe! Tampoco disponían de ayuda psicológica. Aun así encararon el futuro con fortaleza y determinación, inculcándonos unos principios sin fecha de caducidad.
La Pandemia del Covid-19 continúa su expansión catastrófica en el mundo, el virus no ha desaparecido, pero paradójicamente la frivolidad, la irresponsabilidad y la falta de educación, desoyendo voces expertas, olvidando el significado de los aplausos a los sanitarios, a tantos compatriotas perdidos, parecen aumentar en algunas zonas al mismo ritmo y con la misma intensidad. Tengo la extraña sensación de que la Humanidad se desliza por el borde del abismo con una inconsciencia pasmosa, dejándose arrastrar por un espejismo festivo, pasajero. Convivir en equilibrio con el Planeta para evitar futuras pandemias no es opcional, es una urgente necesidad, una obligación que comienza desde el compromiso individual.
-La diferencia entre estupidez y genialidad es que la genialidad tiene sus límites-
Albert Einstein