LA HUMANIDAD A TRAVÉS DE LOS OJOS DE DANIEL LANDA

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No es porque Daniel Landa sea palentino y amigo o que llegara hasta él siendo amigo primero de su abuelo, el poeta José María Fernández Nieto, con el que me divertía de lo lindo mientras mejoraba mi poesía, y luego de sus padres, la poetisa Sari Fernández Perandones y Luis Landa, entrañable siempre en nuestras charlas, de sus hermanos Luis e Isabel y, finalmente, de sus tíos, cuñados e incluso de la consuegra de sus padres completando una amistad con todas las generaciones (nunca había sido amigo de una familia entera, que es como tener una tribu para fumar en pipa), no es, digo, porque tengamos cosas en común a pesar de no ser coetáneos, y no es ni siquiera porque compartamos también valores educativos de orden humanístico (yo los he secularizado hace tiempo) o que, teniendo en común Palencia, seamos mesetarios (yo con muchas pinceladas cantábricas) sino porque Daniel ha superado estos vínculos tribales para hacerse un hombre de mundo con el que me identifico, pues yo también reivindico serlo, y porque es un gran documentalista del que, como españoles, hay que sentirse orgullosos.

 

Hay que meterse en un documental suyo para sentir la piel erizada y todas las emociones agolpadas en tus pupilas pidiendo salir al vacío, liberarse para anclar en el aire y desde el aire ramificarse hasta la invisibilidad y diluirse, por tanto, en el océano de la nada. Para eso hemos nacido. Para sentir el mundo y absorberlo, ver la mirada palpitante de los otros que nos completan, respirar la efímera invitación a vivir a que hemos sido convocados y morirnos alguna vez. “Nadie detiene el rumbo de los audaces”, “sigue andando que siempre se remonta”, “nosotros somos los intrusos”, esas y otras frases componen pensamientos acertados del director de los documentales UN MUNDO APARTE; PACÍFICO, Y ATLÁNTICO. Hace algunos años, cuando nuestro amigo entrevistaba a un bosquimano de la polinesia cuya tribu nunca había visto a un hombre blanco ,y le preguntaba si ya se había acostumbrado al color de su piel –de la de Daniel se entiende–, él jefe le contestó que sí, pero que le costaba acostumbrarse a verle vestido porque no sabía si estaba sano. A partir de ese día, Daniel se supo un intruso cada vez que su cámara, por la que yo veo el pálpito de la humanidad, enfoca el claro de bosque donde cualquier humano acampa el acomodo de su existencia. Esta percepción que tuvo Daniel solo se puede hacer desde la humildad. Entender que los otros son los que resultan invadidos cuando nosotros imponemos la tecnología para ocupar un espacio y un tiempo que solo es suyo, entenderlo a la primera décima de segundo, solo cabe en un hombre sencillo. Y no podía ser de otro modo en un nieto del poeta José María Fernández Nieto, figura humana compleja contenida en el gran castellano viejo que fue el decano de los poetas palentinos de entre siglos.

Acabo de ponerle un WhatsApp a Sari, su madre, compañera de columna literaria en El Norte de Castilla, poetisa amiga, prologuista de mi último  poemario. “Me pongo a llorar cuando veo las carátulas de los documentales de Daniel” –le transmito–. Ella me contesta que tiene Covid y me inquiere luego si lloro porque reponen ATLÁNTICO el domingo. Me lo comenta con naturalidad porque sabe que lloro de verdad –piensa de mí que soy como una hoguera de emociones andando por el mundo–, y con respecto al magnífico documental, como castellana que es, no hace el más mínimo comentario, ni se desprende un ápice de afectación o de importancia. Lo grande de los castellanos es que respiran lo grande con el mismo impulso que lo pequeño, señal de sabiduría. Un documental de Daniel es algo que existe en el mundo, nada más, pero bastante tiene Sari con imaginar a su hijo en medio de mil peligros cada vez que rueda o luego el masoquismo de verlos materializados en pantalla comiéndose las uñas.

He llorado de nuevo al retomar ATLÁNTICO. Las imágenes se agolpan y completan una secuencia fragmentada de cuerpos, bocas, miradas, acciones estiradas y unidas entre sí a pesar de pertenecer a muy diferentes momentos del rollo de celuloide y a diferentes fragmentos del paisaje del planeta. Ocurre entonces que recobro la consciencia de ser un humano entre miles de millones y pienso en Daniel tocando esas manos, besando esos rostros, dejándose mimar por la inmensa masa humana que compone la especie, le veo vagando por el mundo como embajador de los que somos como él y, así, sucede que lloro porque el agua es el componente del alma de todos y porque daría oro por vivir cerca de toda la humanidad y sentirla, aunque solo fuera para ver si se me pega de una vez la sabiduría profunda que anida en el corazón de la Tierra. Lloro por eso y porque los documentales son de lo mejor que he visto. Juzguen por ustedes mismos:

 

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