Estoy en Estambul, asomándome, ligeramente, a la capital de tres imperios, y desde la ventana del hotel contemplo los suelos blancos con los que un día y dos noches de nevada han ido pintando las calles de la ciudad. El ambiente es frío, helado, física y anímicamente, en el exterior del hotel, en su interior y en mi interior, porque no puedo ignorar, porque no quiero ignorar, que a unos pocos cientos de kilómetros de esta ventana hay gente, personas, incluso personas inocentes, sin ningún tipo de abrigo o confort que les permita sobrellevar el temporal de una forma civilizada.
Porque la guerra no entiende de civilizaciones, sí de destruirlas, como no entiende de buenos y malos (“porque dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”), de culpables o inocentes, de climas o de conveniencias, como, cuando la villanía llega a su máxima expresión de vileza, no entiende de civiles y militares. La guerra solo entiende de muerte, su dialéctica es el odio que acaba generando entre los combatientes y que ellos mismos acrecientan con los actos de barbarie que la misma guerra propicia. La guerra es muerte, sobre todo, pero también violencia gratuita, torturas, violaciones, humillaciones, tropelías que los combatientes de los bandos en litigio se sienten facultados para hacer en nombre de la sinrazón que convierten en razón para poder seguir adelante en su disparate.
La guerra entiende mucho de hambre, de frío, de muerte, de infancias truncadas, de hombres lastrados física, o emocionalmente, para el resto de sus vidas, de ambiciones inconfesables, de mentiras y de dolor, de un dolor profundo, lacerante, que anida en el pecho de los vencidos, y que solo la victoria parece disimular en los vencedores, aunque no sea más que una máscara con poco recorrido.
Desde esta ventana, desde esta calle blanca, recoleta, sin ruidos, es difícil imaginar otras calles que fueron antes de que los restos de la destrucción las hiciera intransitables, es complicado imaginar a hombres de todo género o edad, empuñando sus armas y saliendo al encuentro de un destino que hace unos días no esperaban, y que puede resultar truncado a la vuelta de la esquina. Es difícil imaginar la indigencia moral de quienes pudiendo para la guerra, la alimentan, la promueven, la imponen a los que no la quieren.
“Pinto, pinto,
Juegan los niños,
Juegan matando
Pinto, pinto,
Ya son mayores
Y siguen jugando”
Habrá quien piense que la guerra, hoy, ahora, esta semana, está entre un par de países con intereses enfrentados. Habrá quien piense que la guerra es solo una cuestión política, pero la verdad es que la guerra solo es la expresión masiva de la violencia desatada que se vive en todo el mundo. Guerras de cárteles, guerras de bandas, guerras de guerrillas, guerras de individuos que de forma inhumana salen a crear violencia como método de diversión, de ocio, y cuyas enfermizas tendencias, falta de criterio y de empatía llevan, en muchos casos, a causar la muerte a otras personas cuya única culpa ha sido cruzarse en su camino. Guerras que demuestran la miseria moral de una sociedad más enferma que inculta, pero, también, con unas carencias de educación y de formación intolerables.
La vida va a continuar, no sé durante cuánto tiempo, no sé de qué forma, no sé en cuantos lugares, pero en las circunstancias actuales mi mente vuelve a evocar las terribles distopías post-atómicas, que la literatura de los tiempos de la guerra fría dejó a nuestra disposición. Suelen ser historias terribles que oscilan entre el fin de la vida humana y su regresión, sin olvidar mutaciones, éxodos o cambios en la preponderancia de inteligencia en el planeta. No sé cuál de estas alternativas nos espera, no creo que lo sepa nadie, pero sí creo que la insania mental que demuestran ciertos individuos, imbuidos de un cretinismo visionario, por el que creen poder disponer del destino del mundo, debería de hacer que nos pusiéramos a resguardo definitivo de sus delirios cuanto antes, y que cualquier atisbo de reivindicación nacionalista, exclusivista, diferenciadora, dominante, debería de ser erradicado de forma quirúrgica desde el mismo momento en que perturbe las convivencias. Esto no nos garantizaría la paz, no está en la condición del hombre, pero al menos impediría que bajo su malsania política pudiera llevarnos a episodios como el que ahora mismo vivimos en varios lugares del mundo.
Que la paz sea con vosotros y llegue hasta todos aquellos que la deseen, que, estoy convencido, somos mayoría.