Dice Antonio Muñoz Molina, en su último artículo, que cuando salimos a la calle lo hacemos (sin saberlo) vestidos de época. El presente, que tan rabiosamente actual nos resulta cuando lo vivimos, se convierte en pretérito al instante siguiente y, sobre todo, se constituye en el pasado de quienes nos sucederán e, inevitablemente, nos juzgarán. Con ese espíritu, Stefan Zweig escribió su libro (tan de moda en estos tiempos y que ya comenté aquí) El mundo de ayer. Nadie podía imaginar en 1914 la terrible tragedia en la que se convertiría el siglo XX; los europeos no podían concebir un mundo más civilizado y amable (para ellos). Sin embargo, Europa decidió discurrir por un camino de violencia que, en el fondo, ella misma había trazado con sus propias acciones, durante los siglos de su ascenso.
Con idéntica perspectiva pero mejor estado de ánimo, el historiador Timothy Garton Ash nos habla, desde su privilegiada posición de observador, del devenir de Europa en la segunda mitad del siglo XX y este primer cuarto del XXI, en su obra Europa, una historia personal. Un británico profundamente europeo, un apasionado de la unión del continente, tristemente desposeído de su ciudadanía europea tras el Brexit, traza una semblanza de nuestro pedazo del mundo partiendo de una guerra (la II Mundial, en la que participó la generación de su padre) y acabando en otra (la de Ucrania, a la que confiere la importancia estratégica que verdaderamente tiene, por mucho que su cronicidad nos fatigue y hasta nos aburra), pasando por las tragedias ocurridas en los Balcanes.
Durante todo ese tiempo el propósito de los europeos fue el de no repetir nunca más los horrores y errores de la II Guerra Mundial. El inconmensurable logro de la Unión Europea (probablemente la mayor construcción pacífica de la humanidad) ha sido, por mucho que tantos renieguen de él, un formidable avance en esa dirección. Gracias a la primera unión aduanera y su transformación en la actual unión económica, monetaria y social, cientos de millones de personas no han conocido (y quizás no conozcan nunca) la atrocidad de una guerra. Otras decenas de millones recuperaron la libertad tras las caídas de las dictaduras fascistas y comunistas del sur, centro y este del continente. La movilidad de las personas, el innegable aumento del nivel y de la calidad de la vida de los europeos, nuestra pujanza económica, nos convirtieron por un momento en un auténtico faro civilizatorio. Era la época de Fukuyuma y el fin de la historia. La democracia liberal era el destino manifiesto de Occidente, y la Unión Europea, una culminación.
Desde su profundo conocimiento, debido a su trayectoria vital, anclada en el continente tanto académica como personalmente (está casado con una ciudadana polaca), Garton Ash nos despierta de ese sueño y nos alerta de los errores cometidos. En su día permitimos una unión monetaria sin trabajar antes en una unión fiscal y avanzar en la política: el resultado fue una quiebra de la solidaridad entre países europeos que arrastró al sur de Europa a una profunda recesión y a un profundo malestar social. Consentimos las atrocidades de las limpiezas étnicas en los Balcanes, hasta que los Estados Unidos nos obligaron a acompañarlos en una intervención militar. Nuestra irresponsable dependencia de la energía de Rusia nos hizo insensibles a los prolegómenos de la guerra actual (Georgia, Crimea), y autoengañarnos sobre las verdaderas pretensiones de Vladímir Putin. Abrazamos el neoliberalismo triunfante, confiando nuestra producción fabril a China y nuestra innovación a los Estados Unidos, hasta convertir a muchos países de la Unión en economías financiera y a otros en simples balnearios o complejos museísticos; todos ellos han olvidado el cuidado de las clases medias y bajas. Asistimos, confusos, al abandono del club por parte del Reino Unido, y a la degradación democrática de Polonia y Hungría (país, este último, que no cumple los requisitos para permanecer en la Unión, pero al que, impotentes, seguimos dando voz y voto en nuestras instituciones).
Garton Ash nos explica la razón de tales errores: la autocomplacencia, la soberbia ante los logros realizados, la convicción de que nadie sería capaz de superar (ni mejorar) una entidad política y económica como la nuestra. Nuestros fracasos propios y los cambios geopolíticos que ya no podemos controlar, sin embargo, han transformado ese orgullo en miedo: un miedo paralizante a la toma de decisiones en defensa de la democracia dentro de nuestras fronteras (Hungría), la soberanía de los países vecinos (Ucrania) y el respeto a los derechos humanos (China, Gaza, Sudán); un miedo pueril a desempeñar un papel más relevante en el mundo, una vez perdidos el liderazgo militar y de innovación que, no obstante, podríamos al menos reequilibrar. Un miedo cerval, por último, al proceso de envejecimiento demográfico producido por nuestro propio bienestar (un fenómeno recurrente en todos los países del mundo, a medida que avanzan en su nivel de renta) y al subsecuente e inevitable flujo inmigratorio. Subsecuente por la necesidad de la economía de mercado europea de procurarse mano de obra; inevitable por el impacto producido por nuestros países en el tercer mundo durante el periodo de colonización, y que ahora nos regresa como un (merecido, pero no comprendido) ajuste de cuentas.
Nuestra reacción, describe el historiador británico, ha sido la de cerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en una fortaleza. Algunos de los muros físicos más herméticos del mundo están en Europa: Ceuta y Melilla, las fronteras externas húngaras, la línea divisoria entre Polonia y Bielorrusia. El sueño europeo, decimos a quienes negamos la entrada, es solo para los europeos. Las ideas de la Ilustración, la tolerancia, el espíritu crítico y científico, los valores democráticos, son solo para nosotros: nunca para quienes malviven en países que Europa contribuyó a empobrecer, personas que aspiran, como lo hicieron millones de europeos que emigraron a otros continentes en siglos pasados, a una vida segura, completa y con las suficientes oportunidades para construirse un futuro.
El ascenso de los populismos es, para Garton Ash, tan solo el síntoma de la enfermedad. Nuestra miopía es quizás la consecuencia del agotamiento de un modelo que no ha querido abordar la enorme brecha que separa el Norte y el Sur: no se trata de compartir ingenuamente nuestra riqueza dentro de nuestras fronteras (que deben, lógicamente, permanecer y ser preservadas), sino de hacerlo fuera de ellas, contribuyendo decisivamente al desarrollo de nuestras antiguas colonias y haciendo innecesaria la inmigración. Corrigiendo, también, las inmensas desigualdades producidas por un capitalismo globalizado que no tiene rivales ideológicos, y que hoy enconan los ánimos de los más desfavorecidos. El riesgo de no hacer nada es la propia autodestrucción de la Unión a manos de los populismos. ¿Es necesario llegar a ese escenario para darse cuenta del terrible daño que nos causaría su pérdida?
Europa se juega su futuro en este desafío. La historia demuestra que no es necesariamente lineal ni ascendente, y que podemos escribir erróneamente los renglones de nuestro porvenir, hasta hacerlo más inseguro, precario y oscuro. El brillante historiador británico, expulsado por sus propios conciudadanos de un continente que siente íntimamente suyo, manifiesta no obstante su “pesimismo de la inteligencia y su optimismo de la voluntad”, ofreciéndonos una cálida pero crítica visión de nosotros mismos, escrita con la lucidez que quizás solo un inglés, cercano y a la vez lo suficientemente lejos de nuestro ombligo, podría albergar. A diferencia de Zweig, aún cree en un futuro mejor. Si se pudo llegar hasta aquí, es posible ahora corregir el rumbo. Lo que sí tiene claro es que, a la larga, todas las fortalezas acaban cayendo.