La inteligencia es como un río: cuanto más profunda menos ruidosa”
(Anónimo)
Todos sabemos o al menos intuimos que cuando se pretende hacer una edificación de cierta envergadura y altura es necesario tener unos cimientos sólidos, aparte de utilizar ciertas herramientas como la plomada para señalar la línea vertical, el nivel para mantener la horizontalidad y la escuadra, para conseguir ángulos rectos, aún así, los profanos en albañilería y otras artes y oficios anexos, como la cantería, para conseguir piedras cúbicas perfectas que encajen unas con otras, con toda seguridad, no conseguiríamos en nuestro intento de edificar, un resultado perfecto, pues todos sabemos, y para esto no hace falta la intuición recurrente del principio, que la experiencia es un grado y que todo oficio se aprende con tiempo y buenos maestros, aparte de la propia ilustración en manuales que nos aporten conocimientos que completen nuestra formación, también de maestros que en un acto de generosidad decidieron plasmar por escrito su saber para ayuda de profanos y aprendices en su intento de buscar la perfección en el oficio.
Por ello, no entiendo la osadía de los ignorantes que creyéndose maestros de algo pretenden dar lecciones, sin considerar como aquellos que pretenden llegar a alcanzar el alto grado de la maestría, aquello que dijo Sócrates: “Yo sólo sé que no sé nada”, en la certeza que para poder ilustrar, el verdadero requisito imprescindible, es la disposición del ser humano para aceptar la existencia de nuestra propia ignorancia, de manera que un verdadero maestro siempre será consciente de su condición de eterno aprendiz.
Tampoco entiendo la vanagloria de aquellos que, siendo maestros, en su desbordante ego, hacen alarde de conocimientos sonsacados de trabajos ajenos, que copian y hacen propios sin rubor alguno y, por supuesto, sin entrecomillar y, por ello tan ignorantes como los que siendo profanos en el oficio, no hemos sabido asimilar el conocimiento con la catarsis de interiorizar lo aprendido. En definitiva, papagayos sin límites, e ignorantes, al fin y al cabo.
No es malo, sino todo lo contrario, ser conscientes de nuestra propia ignorancia y, por ello, cuando utilizamos nuestra verborrea para aleccionar a los demás no creernos en posesión de verdades absolutas, lo cual al menos nos llevará a encontrar el entusiasmo en lo que hacemos, porque lo inteririozamos con la calma suficiente de quien esta convencido que la universidad no es sólo es un edificio, que yo elevaría a la categoría de Templo del Saber, sino el ser lo suficientemente permeable frente a maestros humildes y generosos, incluso ante aprendices como nosotros que en su, también humilde razonamiento, nos están transmitiendo su propia experiencia.
Todo ello, sin la soberbia espiritual que convierte a ciertas personas en druidas que necesitan del sacrificio humano o de la destrucción de escuelas o templos donde otros se han formado, para erigirse como piedra filosofal, principal señal para darnos cuenta a quien tenemos delante, a un maestro o a un pobre espíritu que merece nuestra compasión, por supuesto no desde una superioridad moral, sino desde la tristeza de que no haya sabido recorrer ese camino iniciático que todos necesitamos para que nuestra construcción sea lo más perfecta posible.
En definitiva:
¡ Detrás de todo gran Maestro, hay un gran ser humano !