Hay pensadores que sostienen, y yo estoy totalmente de acuerdo, que una de las principales lacras de la civilización, de su evolución, agravada por el modelo de globalización que se ha seguido, es la masificación. Una masificación que deshumaniza, aleja al administrador de los administrados y permite, potencia, la disfunción administrativa.
Se supone, y nunca ha pasado de ser un “supositorio”, que la administración, al igual que el gobierno, deben de estar al servicio del ciudadano, ya que intervienen en la administración parcial, a veces total, de sus bienes, y regulan las reglas de convivencia mediante la promulgación de leyes encaminadas al bien común. Se vuelve a suponer.
Y digo que se supone, y lo recalco, porque una cosa es la teoría y otra la evidencia de la práctica, y esa evidencia nos muestra cuatro desviaciones aberrantes de su pretendida utilidad pública:
- El sujeto, o sujetos, de su actuación, que inicialmente deberían de ser el ciudadano y la convivencia, y que a nada que se examine observaremos que los verdaderos sujetos del entramado administrativo son la administración misma y sus necesidades para pervivir.
- La función, que inicialmente sería administrar las complejas necesidades del ciudadano, en muchas ocasiones creadas por ella misma, pero ha pasado a convertirse en el brazo coercitivo del poder. Aunque, y en esto habremos de convenir, esta aberración le viene de origen, pero ha logrado acrecentarla y perfeccionarla mediante los medios de los que ella misma se provee, hasta pervertir su función administrativa en una función mayoritariamente coercitiva.
- La ejecución. Ciega, sorda, burocratizada hasta la deshumanización. El brazo ejecutor de la administración es indiferente a cualquier circunstancia o razón, y lleva su inmisericorde labor hasta la ruina del ciudadano si la ley la ampara, o hasta la sinrazón sin paliativos cuando se convierte en la primera enemiga de cualquier oportunidad.
- La ley. Las administraciones son las primeras en bordear, en conculcar la ley, en su persecución inclemente, inhumana, indiferente, del ciudadano, abusando del inmenso poder que le confiere la detentación de recursos económicos, personales y temporales inasequibles al ciudadano de a pie, y que pone en marcha para su persecución, para su despojo, sin importarle el daño conferido o las circunstancias adversas. No hay acreedor más despiadado, ni interlocutor más ciego, sordo, inasequible a las razones, que la administración.
Todas estas aberraciones, y algunas más, la extensión de un artículo no permite entrar en casos concretos que pueden, incluso, herir la sensibilidad social y democrática del lector, y que darían una dimensión demoledora de la verdadera utilidad que la maquinaria administrativa, la dimensión burocrática de la maquinaria administrativa, tiene para el ejercicio del poder, que se ampara en su labor ciega, inclemente, insocial, demoledora gracias a los recursos con que la dotan nuestros impuestos, de persecución y derribo del ciudadano, muchas a veces más allá de la ley, o bordeándola peligrosamente, por el lado de fuera.
Esta forma de actuar, su servilismo respecto al poder, su indiferencia hacia cualquier virtud, razón o circunstancia, que pueda encontrar en su camino ejecutor, la convierte en el primer y principal órgano represor de los ciudadanos, y su indiferencia respecto a la aplicación inconveniente de la ley, cuando no en flagrante contradicción con la misma, configuran un panorama en el que la función administrativa se convierte en una disfunción administrativa, y la administración en un organismo dañino, ciego, sordo, indiferente, al sufrimiento o circunstancias de los administrados, que dejan de ser el objeto de su función para convertirse en la pieza a cobrar de su disfunción.
En este estado de cosas, y ya desde hace tiempo y sin importar el desvaído color del gobierno de turno, el ciudadano ha dejado de existir , y al igual que en las distopías, algunas reales y vividas, en las que se sustituye la personalidad del nombre por el anonimato del número, ha dejado paso al contribuyente, a un ser anónimo, amorfo, inconcreto, definido por el número de DNI, o de afiliación a la Seguridad Social, o de cuenta, o de trabajador, o de matrícula, o de expediente, o de cualquier otra necesidad de control, evaluación, represión y persecución del objetivo a evaluar.
Parece ser que estamos muy preocupados, ocupados, interesados, en promover afiliaciones, filias y fobias, entre aquellos que llegados a donde nosotros los aupamos dan una vuelta de tuerca más a esa maquinaria represiva, inhumana, en la que se ha convertido la disfunción administrativa, en vez de preocuparnos en crear un entorno cuyo valor principal sea el ciudadano, el individuo.
Es fácil añorar aquella burocracia sainetera del XIX y principios del XX, en la que un funcionario con cara, y displicencia, sin examinar los papeles te espetaba: “Falta la póliza tal, vuelva usted mañana” sin siquiera levantar la cabeza del periódico que estuviera leyendo, o desviar la tención de la conversación con el compañero. Es comprensible añorar aquella burocracia de manguito y tintero, en la que usar la vía española, conocer a un conserje, un funcionario, o al ministro, te facilitaba el tránsito burocrático. Es lógico añorar aquella imperfecta, por humana y cercana, administración sustituida ahora por negociados ocultos, remotos, descentralizados hasta la nebulosa de su existencia, automatizados hasta la inaccesibilidad humana, que ejecutan con el rigor y eficacia desalmados que las máquinas, creadas, sostenidas, programadas, por los humanos contra sus propios congéneres, con las han equipado a la moderna, fría, deshumanizada, disfunción administrativa.
Que dios, los circuitos de Univac, o el diablo los confundan, y a nosotros por permitírselo.