Cuantas frustraciones, cuantas desilusiones, cuantos puñales por la espalda, cuantos “no es culpa mía” habré pronunciado a lo largo de mi vida, como si los demás hubiesen sido los traidores, los enemigos, los que me han fallado, los responsables de mis desgracias, los estúpidos que me han alejado de su vida… y ahora me pregunto ¿no tendré yo parte de responsabilidad, de culpa en el sentido más genuino de la palabra, es decir, de ser el causante de lo acontecido?. Posiblemente, aunque sea en parte.
¿No será que el mensaje de responsabilizar a los demás no es más que una manifestación de una contundente frustración, sin aprender de los vivido?. de no saber continuar, de poner un punto y aparte, o de un punto y seguido, o puntos y comas, o solo de comas…, que más da…, si al final todo es un ahora y un depúes, un hoy y un mañana, en nuestro continuo caminar.
En todo caso, parece inevitable vivir con ese dedo acusador cuando vivimos en una cultura de culpabilización, incluso hasta de la víctima, que despropósito. Que obtusos somos no haber aprendido a estas alturas de la película, no lo digo sólo por mi edad que supera con concres la mitad de una vida, sino por la sinrazón de no entender que no somos seres aislados, que de todo comportamiento deriva una consecuencia y que, como dijo un iluminado, al que algunos consideran el hijo de un Dios del que sólo se acuerdan los domingos y fiestas de guardar: “el que este libre de pecado que tire la primera piedra”.
Me parce, cuanto menos pueril, además de estar desprovisto de todo tipo de empatía, el juzgar, sin juzgarnos previamente a nosotros mismos. Que asqueroso y carente de todo pudor resulta siempre situarnos en el eje basculante de la culpa cual seres alados desprovistos de las miserias que sólo vemos en los demás, refutando con argumentos o razones sus malas acciones sin hacer previamente una introspección sobre las nuestras.
Nos hemos imbuido tanto en nuestras tradiciones religiosas de un Dios que expulsa del paraíso a quien osa desobedecerlo o condenando a las llamas infinitas del infierno a los injustos que no dudamos en imitarlo sin ser dioses, olvidando que justicia sin magnanimidad es un acto que envilece a quien no es capaz de ver sus propios desaciertos. Que constante desvarío el de los alteres con santos de continua adoración por impíos sin remordimientos que sólo golpean su pecho para ser observados por los demás, o por el miedo de estar entre los expulsados.
Que absurda cooptación de símbolos heredados, para lo que nos conviene, para situarnos en la cúspide de la verdad cuando no somos más que una continua contradicción entre los que predicamos y luego hacemos, entre lo que pensamos y lo que decimos, imbuidos de una moral de conveniencia…, pero, que más da, si la culpa nunca es nuestra y menos mía, que más da, si nos va la marcha de fustigar, de criticar, censurar o atacar a los demás, incluso de manera pública con tal de salir airosos de disputas que nosotros mismos hemos provocado o propiciado.
La culpa no es mía, una frecuente excusa desde que éramos niños para evitar el castigo de nuestros progenitores, y que seguimos usándolo hasta el fin de nuestras vidas para dirigir el dedo acusador y derivar la responsabilidad de nuestras actuaciones hacia los demás, como justificación, eximente o atenuante.
¿Por qué está actitud tan infantil e irresponsable?, ¿por qué no admitimos nuestra cuota de responsabilidad para poner fin a confrontaciones o disputas innecesarias, para evitar romper relaciones coadyuvando de esta marena a encontrar soluciones pacíficas que nos lleven a un mundo de entendimiento, de paz y no de autodestrucción por la continua confrontación?, ¿por qué no sustituimos el sentimiento de culpa por el de responsabilidad, dejando de pensar en el castigo en vez en la reparación de nuestros actos, aprendiendo de sus consecuencias para no volver a caer en lo mismo?.
Cuantas contiendas se hubieran evitado si nos hubiésemos mirado a los ojos para ver el interior del sufrimiento ajeno, sin censurar sus cuitas desde el pedestal del que juzga olvidando que también seremos juzgados. Cuentas guerras innecesarias de autodestrucción por no querer apearrnos de nuestra mezquina conducta de creernos que somos los mejores. Cuantas guerras innecesarias se hubiesen resuelto evitando la complacencia de tener siempre la razón. La razón de la sin razón, porque no hay nada peor que destruirnos a nosotros mismos en batallas que se convierten en guerras sin fin que hemos propiciado sin estar dispuestos a firma la paz.
Dónde hemos dejado nuestro lado benevolente, porque nos empeñamos en contaminar el ADN de nuestro lado más humano con pretender llevar siempre la razón, aunque la tengamos, sin dejar a los demás que expresen la suya, o esperar a que la expresen con el arma ya cargada para contestar sin interiorizar lo que nos transmiten, sin esforzarnos a entender y ser entendidos.
Desesperanza, puede ser, pero sobre todo el dolor de la impotencia de ver amigos que se odian, hermanos que no se hablan, padres que se enemistan con sus hijos e hijos con sus padres, parejas que no saben recuperar el amor perdido o al menos la dignidad de poder mirarse sin odio, sin rencor, si que haya vencedores y vencidos…, y saber que yo no soy distinto. En definitiva, de un mundo abocado al caos de la falta de principios, cargado de razones de culpa ajena.
Decía mi abuela, que “la culpa tiene un color muy feo y nadie la quiere”.
Gran artículo éste, que declara lo mismo que el antiguo refrán; recordándonos lo importante que es reconocer nuestros errores y asumir la responsabilidad de su deriva.
Como bien dices, cuántos males se evitarían…