Hace algo más de un año, allá por abril del 2021, escribía la quinta entrega sobre la calidad democrática de nuestro país, haciendo un análisis en el que hablaba de la legitimidad de las mayorías representativas que se invocan, y que son tan ampliamente cuestionables, como poco amplia es su representatividad real respecto a la globalidad del demos. Durante este año, otras cuestiones han ido aplazando la continuación de ese ejercicio de reflexión sobre la muy mejorable calidad democrática española, la muy cuestionable calidad democrática de las llamadas democracias liberales.
Foto montaje plazabierta.com fm
Pero nunca es tarde si la dicha es buena, y nunca es tarde si la tozuda realidad lo exige, y lo exige. Lo exige la calidad legislativa de los gobiernos, que han decidido subvertir la finalidad real de la legislación para convertir las leyes en vehículos de adoctrinamiento, de recaudación y de agradecimiento a los amigos. Y si la calidad legislativa se resiente, es inevitable que la calidad democrática quede comprometida.
Cojamos al azar un planteamiento técnico sobre la finalidad de una ley: “Una ley es una regla o norma jurídica de carácter obligatorio dictada por la autoridad competente de un territorio. Tiene como fin permitir o prohibir alguna acción de los individuos con el objetivo de regular las conductas humanas y lograr una convivencia armoniosa dentro de una sociedad.”( Editorial Etecé).
En los últimos veinte años la mayoría de las leyes parecen olvidar ese objetivo deseable de la convivencia armoniosa, y, una vez olvidado, ninguneado, se plantean objetivos de enfrentamiento y reivindicación. Al final, la consecuencia real es una pérdida sistemática de libertad, una deficiente calidad democrática y un secuestro permanente del miedo a las consecuencias. Se legisla sobre la moral de las personas, haciendo de los ciudadanos reos del pensamiento moral del legislador, que desprecia cualquier otro tipo de código que no sea el suyo. Se legisla amenazando la vida de los ciudadanos, por terrorismo, por salud, por seguridad, intentando una sociedad rea de su propia incapacidad de asumir la inseguridad de la libertad, aunque con esas mismas leyes se ponen en riesgo su salud, su seguridad y, sobre todo, su libertad, ya prácticamente desaparecida. Se legisla al compás de las necesidades pecuniarias del gobierno en vigor, para llevar a efecto sus orgías de corrupción, sus necesidades de pagar a los amigos, sus dispendios ideológicos, o sus encubiertos afanes de un estatalismo trasnochado.
Así que ya nos hemos acostumbrado, disparate ideológico inasumible, a cambiar de leyes de educación, sanitarias, fiscales e ideológicas, cada cuatro años, cada ciertos kilómetros, al cabo de los cuales, frontera de por medio, las ambiciones de taifas de los nacionalismos excluyentes, necesitan plantar sus reivindicaciones haciendo de los ciudadanos de sus territorios rehenes de sus afanes y ambiciones de poder, y de historia.
En una demostración palmaria de desprecio a la democracia, de desprecio al demos, de desprecio a la ética y a la libertad, la evolución de la legislación española de los últimos tiempos es un monumento a la mediocridad de los gobernantes, a su incapacidad de representación, a su desapego respecto a sus representados, a su afán de protagonismo y su sometimiento a las deudas contraídas con quienes los han colocado en el puesto.
En lo que va de siglo, tal vez una década más, la mayoría de las leyes han obviado las necesidades de los sujetos para centrase en la conveniencia de los objetivos, y la mayoría de ellas se han pagado en bienestar y en libertad. En bienestar individual, y en libertad individual, o sea, en la única libertad que puede considerarse tal.
¿Por qué en España las leyes se ensañan con los pequeños productores, impidiéndoles prácticamente vivir, al tiempo que favorecen a los grandes productores de alimentos ultraprocesados, en muchos casos importados y de inferior calidad?
¿Por qué se obliga a ciudadanos a convivir con leyes que fuerzan su moral, contribuyendo a su implantación, legislando sobre cuestiones que solo pertenecen al individuo, al tiempo que se demoniza a cualquiera que pueda disentir de esos planteamientos?
¿Por qué, en contra de cualquier estudio técnico riguroso, e imparcial, se permiten leyes claramente recaudatorias e intimidatorias, como las de tráfico, creando un terror artificial para justificar su existencia, y una persecución hacia el elemento más emblemático de la libertad individual y de la igualdad social?
¿Por qué restringen, las leyes, y los gobernantes que las promueven, nuestra libertad individual de pensar, de elegir nuestros alimentos, de hacernos responsables de nuestra salud y nuestra vida, de decidir cómo educar a nuestros hijos (que al parecer es dudoso que sean nuestros), de hacernos responsables en el sentido en que cada uno lo quiera ser, de tenerlos o no tenerlos, de decidir donde y cuando queremos vivir, de decidir y hacernos corresponsables de nuestra propia solidaridad, y de aquellas causas con las que queremos serlo?
Todo parece indicar que las leyes, los legisladores, persiguen un objetivo: eliminar la capacidad individual de los legislados, someter a los mismos a las necesidades, afanes y convicciones de cualquier tipo de los legisladores. Pero eso, no es democracia. Puede ser adoctrinamiento, puede ser despotismo, puede ser, si me apuran, el anuncio de la llegada de un orden nuevo, para mi indeseable, pero democracia, se mire como se mire, no parece.
Nuestras leyes se basan en la indefensión del demos, se escudan en un bien moral, social y vital de los individuos, y se pagan, aparte de en moneda contante y sonante, cuando son recaudatorias, en libertad, y en calidad democrática. Un triste, inquietante, panorama, al que ya parecemos insensibles.
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