Una de las premisas fundamentales de una democracia, llevada a sus más altas cotas, consiste en la separación absoluta de poderes, de esas fuerzas capaces de ejercer un control unas sobres otras, y cuyo equilibrio e independencia garantizan la igualdad de los ciudadanos, ocupen la posición que ocupen, social, económica o políticamente.
Aunque siempre se invocan tres, la verdad es que los poderes son cuatro, y deberían de ser cinco. El poder ejecutivo, que reside en el gobierno, el poder legislativo, que reside en el parlamento, y el poder judicial, que reside en la judicatura. Desde el último cuarto del XIX la prensa, la radio desde principios del XX, desde mediados del XX la televisión, y desde principios del XXI internet, configuran un cuarto poder que es la comunicación, la capacidad de llegar a todos y opinar sobre todo.
Y hay un quinto e ignorado poder, el poder que sanciona los otros poderes, el poder sujeto de la actuación de todos los poderes, el poder popular, el demos griego que da nombre y características al sistema, y que es el más denigrado, olvidado y maltratado de los cinco poderes.
Se supone, en una democracia real, plena, que es este quinto poder el que delega su capacidad de administración en unos representantes que utilizan esta delegación para actuar en nombre y representación del demos, y digo que se supone porque la única función que se le permite, en la democracia española, es la de ejercer el voto. Voto sobre el que, una vez ejercido y durante cuatro años, no tiene ninguna capacidad de control, ninguna posibilidad de rectificación, ninguna opción a ser retirado, modificado, exigido. Voto que queda diluido, ninguneado, desvirtuado, en unas estructuras de poder que lo usan para justificar sus propios criterios, que modifican a capricho y sin rubor lo expuesto al demos para ser elegidos, que maniobran sin pudor para intervenir y apropiarse de los otros poderes, que se permiten considerar que entre sus atribuciones está la de educar a quienes cometieron el error de elegirlos como representantes.
El demos, maniatado por unas leyes electorales que tienen más interés en dar el poder a los partidos que en respetar unas reglas leales de juego, se siente maniatado, ignorado y acaba aburrido por las continuas añagazas que se perpetran en su nombre, por unos enfrentamientos permanentes que no siente como suyos, por unos debates de problemas que nada tienen que ver con los que tiene que luchar en su vida cotidiana.
Y son estas mismas estructuras de poder, los partidos, los causantes últimos de todos los males de la democracia española. Son estas mismas estructuras de poder quienes, en aras de unas ideologías minoritarias, intentan apropiarse de una cuota cada vez mayor de todos los poderes, de tal forma que la votación, objeto último, base, de una democracia plena, acaba convirtiéndose en un mero trámite, en un ritual estético de periodicidad más o menos conocida.
El cuarto poder, salvo internet, y depende, está en manos de grupos de presión, empresariales, que marcan unas pautas de apoyo a los partidos. Todos sabemos que cabecera leer, escuchar, ver, consultar, según el color ideológico que nos interese. No es ningún secreto. Y la labor de información, que inicialmente se le suponía, ha devenido en una labor de opinión, y, en algunos casos, muchos, de adoctrinamiento en favor de aquella ideología con la que se ha alineado.
No sale mejor parado el poder judicial, intervenido desde el principio por el poder legislativo, mediante las cuotas de nombramiento de miembros del Consejo General del Poder Judicial por parte del parlamento, cuota que no solo no desaparece, como debería, si no que se quiere alinear aún más con la sensibilidad de una mayoría simple del parlamento, lo que permitiría eliminar la participación de minorías. Y esto no es más que una forma de marcar políticamente la sensibilidad del poder judicial ante los debates de calado ideológico que nada tienen que ver con el demos, salvo en los perjuicios derivados de esos debates.
Y no olvidemos, en este punto, el proyecto que quita la capacidad de instruir al poder judicial, y lo pasa a manos de la Fiscalía, órgano dependiente del poder ejecutivo, y cuya cabeza máxima es nombrada por el presidente del gobierno, lo que nos lleva, de facto, a que solo se pueda juzgar lo que el gobierno considere conveniente, cuando lo considere conveniente y con las proposiciones que considere convenientes. Un prodigio de independencia y de transparencia.
Sobre la nula independencia que el poder legislativo tiene respecto al poder ejecutivo, es tan obvio que es innecesario argumentar. El presidente del gobierno suele ser, al mismo tiempo, presidente del partido mayoritario de la cámara de representantes y es difícil, suponiendo que sea posible y suponiendo que él mismo lo sepa, cuando habla como miembro del gobierno o cuando como militante de su partido.
Así que, en cierta manera, y basándose en unas mayorías puramente ficticias, podremos observar que el mismo partido, sus miembros, presiden el gobierno, presiden las cámara legislativa, eligen a una parte de la dirección de poder judicial, pertenecen a los consejos de dirección, cuando no son propietarios, de los principales grupos de opinión y dicen representar al demos, que asiste atónito, aburrido, desesperanzado, a la farsa, cuando dicen “digo”, cuando dicen “diego”, y cuando incurren en las contradicciones y mentiras más flagrantes.
No. Visto lo visto, no me parece que la calidad democrática de España sea especialmente homologable. Ni siquiera el mejor de los males posibles. Aunque todo esto no quiera decir que los demás estén mejor. Pero para mí, y espero que para la mayoría del demos, el mal de muchos no debe de ser el consuelo de los tontos, de los votantes. Nuestra democracia, en realidad “partitocracia”, es manifiestamente mejorable, y todos deberíamos luchar por mejorarla. Empezando por lograr una auténtica representatividad de nuestro voto y la irrenunciable separación de poderes.