Estoy empezando este escrito esperando surja el milagro de la inspiración, como una actitud reflejo de una disciplina de que, quizá haciendo el esfuerzo de ponerme manos a la obra surja un tema sobre el que escribir, un hilo del que tirar…
Así pues, empezando como lo he hecho esperando un milagro, que tal vez sea este el tema a tratar y consecuentemente el título de mi reflexión, aunque por su carácter religioso habrá más de uno que desechen la lectura por el marcado anticlericalismo imperante en nuestra sociedad y, otros que llevándolo al campo dogmático y de la fe, al final queden desencantado, porque no se adecúe a sus creencias o a lo que su religión le permite hacer y pensar, para no provocar la ira de Dios.
Con independencia del título, que espero vaya surgiendo, quiero inspirarme en los milagros no como concepto dado a un hecho inusual que se cree sobrenatural y que se atribuye a la intervención divina, o lo que es lo mismo, un hecho que por su carácter y resultados extraordinarios no puede explicarse a través de la ciencia; en todo caso, no puede negarse que existen acontecimientos que, incluso, los propios científicos son incapaces de explicar, pero que se resisten a atribuir su autoría a la divinidad al escapar de la lógica de su razón.
Lo mismo que le ocurrió a Santo Tomás, no creo en algo que no puedo ver, es por ello que, como él, necesito meter el dedo en la llaga si es preciso para comprobar la veracidad de cualquier afirmación, siempre respetando y atribuyendo un valor a quienes su actuación viene mercada por el bien, incluso aún cuando su concepto pueda venir delimitsdo por la dogmática de sus religiones, siempre y cuando no vaya en contra de la propia persona o anule su capacidad de razonamiento y de actuación,, dicho de otra manera, siempre que no venga diseñada por el fanatismo religioso, porque nada puedo repeler más que aquello que anula nuestra propia naturaleza. De manera, en reciprocidad, les pido intenten abstraerse por un momento de los dogas que les han inculcado, porque sólo así, sin sentir el peso del pecado que se atribuye al mal como concepto religioso, con el consiguiente sentimiento de culpa y perdón, podrán sentir el control de sus propias actuaciones, sin la necesidad del intercambio o de un mercadeo de favores con la divinidad, a cambio de oraciones y promesas, implorando el milagro que cambie su vida.
Imaginemos por un momento que la noche pasada hubiese obrado en nosotros el milagro que esperamos para alcanzar la tan ansiada felicidad, ¿qué cambiaría en nosotros?, ¿cómo actuaríamos a partir de este momento?, ¿cómo explicaríamos a los demás ese cambio operado en nuestra persona?, ¿seríamos coherentes y consecuentes con la gracia recibida para mantenerla en el tiempo?.
Mientras no seamos conscientes que el auténtico milagro es el de nuestra existencia, el de la capacidad de raciocinio de la que disponemos y que nos permite discernir entre el bien y el mal, no llegaremos a entender que la felicidad es fruto o consecuencia del deseo de cambio, de la búsqueda continua de aquello que nos permite vivir en armonía, del esfuerzo y la capacidad de vivir en equilibrio entre lo que deseamos, hacemos y lo que pensamos.
La cuestión está en saber lo que se busca y en la perseverancia en la propia búsqueda, para ello lo primero que debemos hacer es preguntarnos si merecemos los milagros que esperamos, si hacemos algo para cambiar nuestras propias vidas rompiendo con el automatismo con el que actuamos. Solo tomando consciencia que vivimos en una continúa contradicción, en una vida de opuestos, podremos poner el orden necesario.
Sólo concibiendo los milagros como una manifestación de nuestra propia resiliencia, habremos dado un paso al cambio, no sólo como una actitud para mantener una actividad adaptativa de las funciones físicas y psicológicas en situaciones críticas, sino para superarlas y aprender de ellas.
Se trata de no esperar el milagro de la felicidad, sino de la búsqueda de la propia felicidad, con la fuerza, tenacidad y convencimiento necesarios que, el que la busca la encuentra, porque como dijo Aristóteles somos lo que hacemos día a día, de modo que la excelencia no es un acto sino un hábito. Muchos de nuestros comportamientos existen sin que hayamos tomado consciencia de ellos, descubrámoslos, porque sólo así podremos tener una imagen real de los que somos y de los que tenemos que hacer para cambiar.
Recordemos que no podemos esperar que ocurra el milagro de que nos toque la lotería si ni siquiera hemos comprado la papeleta. Así somos, nos quejamos y no hacemos nada por cambiar la situación. Lloramos esperando que de las lagrimas surja una respuesta divina que empatice con nuestro sufrimiento, y no niego que pueda surgir, porque igual que no puedo afirmar lo que no veo tampoco puedo negar lo que no puedo percibir, quizá porque esté ocurriendo en otra dimensión, en otro círculo de espiritualidad y crecimiento personal, en un plano más elevado de la existencia que todavía no he alcanzado.
He dicho.
El milagro más grande: vivir dentro de una máquina biológica, sin que controlemos su funcionamiento…
Otro milagro, sentir emociones sin que sepamos qué las despierta…
El mayor milagro: engendrar y alumbrar vida…
Todo es un milagro, quien no lo vea es ciego.
Muchas gracias, por darte cuenta de un gran milagro; la consciencia de la conciencia, y compartirlo.