LA BURLA

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Es en esa vejez que guarda celosa semillas, piedras bonitas y botes vacíos de Omeprazol en un cajón de la mesilla del dormitorio, donde encontré por primera vez el extraño rostro de la existencia.

Aquella tarde de septiembre, mi abuela moría por primera vez  en una penitente cama hospitalaria de Soria. La monja que le atendió en sus últimos momentos, me comentó entre susurros más propios de un ofidio,  que Amparo se había ido con una sonrisa en los labios, que había recibido los últimos sacramentos y que ahora descansaba feliz y en paz en compañía de Dios.

La Sor me guió por una serie de asépticos pasillos, hasta la habitación en la que mi abuela ya formaba parte del escueto mobiliario; sobre la cama y cubierta por una sábana que había bebido demasiada lejía, convertía su nueva realidad en un ensayo sobre la intrascendencia; noventa y siete años de vida, tres horas de muerte y el Universo prácticamente había olvidado su nombre.

Me senté a su lado y durante algo más de media hora no nos dijimos nada; era uno de esos silencios para nada incómodos que se producen entre personas que se quieren. Después, tal vez por esa insana curiosidad que atesoramos los humanos a espuertas, quise ver el cuerpo inerte de mi abuela y alcé lentamente el telón que ocultaba su finalizada obra.

Allí estaba, dibujada en huesos y reflejando mi rostro en la cerúlea piel de sus mejillas.

Y en aquel momento, me acordé de las flores de Pascua, de la depilación vaginal y de la Fosa de las Marianas.

Y todas las dípteras larvas que en breve harían de mi abuela parte de su herencia, acudieron prestas a rendir pleitesía a aquella mujer: puta, madre y abuela, avispa y genciana, mártir,  verdugo, árbol y hierba.

No hubo tiempo para más, pues diez minutos después de que el Verbo habitara entre nosotros, la precitada monja regresó con su olor a Biblia mojada.

Retorné al espejo de ochenta por uno veinte que arrendado vivía mal que bien en mi casa y tiré mi masturbada imagen sobre él; un espermatozoide por cada gusano, el azahar ante el dulce hedor de la egagrópila.

Ahora el dolor de dibujaba algo más soportable.

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