Profesora de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, Martha Nussbaum recibió en 2012 el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Es autora de libros con título atractivo como ‘Los límites del patriotismo’, ‘La terapia del deseo’ o ‘El cultivo de la humanidad’. Acabo de leer otro libro suyo de título no menos sugestivo: ‘La tradición cosmopolita’ (Paidós), donde sigue el rastro de un ideal noble e imperfecto y pone énfasis en el provecho de confluir más que en el de escarbar en todo aquello que nos separe.

Me voy a detener en una de las referencias que la profesora Nussbaum hace de Marco Aurelio. Nacido en Roma hace justo diecinueve siglos, este emperador, de origen hispano y de orientación estoica, participó en diversas campañas de guerra, en las que llegó a Asia. En 177 d.C., al poco de volver de Siria, emprendió una persecución de cristianos, considerados enemigos del Imperio. Moriría tres años después. En varios sentidos, su reinado fue benéfico: amplió los derechos de los esclavos, adelantó medidas de ayuda a los huérfanos, redujo impuestos a los más pobres y prohibió algunas de las peores barbaridades que se producían en los combates de gladiadores.
No obstante, su fama ha perdurado gracias a sus escritos: sus ‘Meditaciones’. Las escribió con particular talento literario y en lengua griega. No fueron publicadas hasta avanzado el siglo XVI. El neurocientífico Ignacio Morgado ha dicho de este libro que -al igual que ‘El arte de la prudencia’ de Baltasar Gracián- es de lectura inexcusable para saber en qué consiste la inteligencia emocional. Y que, por tanto, conviene que los adoptemos como libros de cabecera.
Martha Nussbaum destaca unas líneas de Marco Aurelio que aparecen en el libro XI. Tratan acerca de las relaciones humanas y el valor de la dignidad y rezan así:
“La benevolencia es invencible si es sincera, sin falsedad ni hipocresía. ¿Qué podrá hacerte el más violento de los hombres si persistes en ser benevolente para él, y si oportunamente le exhortes con dulzura, y en el momento mismo en que intenta hacerte algún mal procuras tranquilamente hacerle cambiar de parecer: ‘No, hijo mío. Hemos nacido para otra cosa. No me harás ningún daño a mí, te lo harás a ti mismo, hijo mío’?”.
En un insólito reconocimiento de familiaridad, Marco Aurelio se dirige al ‘insolente’ llamándole ‘hijo’. Conciencia de que la condición humana está compartida por todos, del rey abajo. Trabajaba pues, en cierto modo, por una humanidad cosmopolita.
¿Podemos reconocer ahí al guerrero?
En otro lugar de sus pensamientos el emperador había escrito: “una pequeña araña se enorgullece de haber cazado una mosca; otro, un lebrato; otro, una sardina en la red; otro, cochinillos; otro, osos; y el otro, sármatas”. Este último era él, que acababa de repeler una invasión de tribus iranias.
Esas comparaciones irónicas evidencian su alejamiento de la jactancia, de la ostentación propia de un césar. ¿Podía armonizarse su condición beligerante con su vocación filosófica? ¿Podía creer de verdad que la benevolencia es invencible? El asunto lejos de estar resuelto es un problema imperecedero. ¿Pero a quién le importa esta clase de dilemas?