LA BAILARINA DE ALEJANDRIA. © NIEVES LAGUNA

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Ostracon de la bailarina contorsionista del Museo Egipcio de Turín

Estaba casada, algunas veces con éxito, otras no tanto, con el escribano del faraón y era una de sus bailarinas. Hacía mucho tiempo que ya no sentía pasión ni por su marido, ni por su vida, ni por nada que la rodeara; se había acostumbrado a la cotidianeidad de los quehaceres maritales y sus obligaciones con el faraón. Se había convertido en la odalisca de éste y en su principal arma de seducción para los tratados internos con otras delegaciones de Egipto e incluso con sus pueblos fronterizos.

Tanto el escribano como su esposa iban con el faraón a cualquier reunión de estado, acto oficial o incluso religioso, del cual su marido daba cuenta de todo lo sucedido escribiendo con el cálamo de un avestruz en los papiros envejecidos. Ella se encargaba, siempre sola, de deleitar, embelesar y amenizar con su estilizada y cautivadora danza a los políticos, mandatarios, invitados y al propio faraón en las noches largas y calurosas del vasto imperio egipcio; de ésta manera el hijo de Ra, siempre conseguía sus propósitos. Otras, era obligada a prestar su cuerpo, que no su alma, a algún comerciante que no transigía en firmar los contratos con el faraón si no era acostándose con la bailarina de Alejandría que se había vuelto tan insensible y tan fría como el mármol que adornaba las estancias de los palacios gubernamentales.

De complexión atlética, ella parecía un junco mecido por la calima del Nilo en tardes calurosas, su piel era satinada y de un color cobrizo oscuro que la daba aún más el aspecto de ser algo intangible e inalcanzable, como la obsidiana tallada por las manos magistrales del escultor.

Según el movimiento de sus caderas, sus brazos, su pecho, su vientre o piernas, se dejaban ver destellos dorados del sol del Sáhara en cada uno de sus movimientos. Su pelo era negro brillante, y con reflejos azulados del mar de su Alejandría natal, tan querida y tan lejana, y siempre lo llevaba suelto.

Por todo adorno, unos brazaletes en sus antebrazos, herencia de su abuela y unas pulseras con cuentas de azabache en los tobillos. La cadera rodeada por una cadena de plata, trabajada con exquisito gusto por el hermano de su padre, del que colgaban dijes de lapislázuli y regalada en su décimo años de cosecha.

Este abandono de la vida que la rodeaba no era excusa para la dejadez de su cuerpo. Como hembra del Nilo, era femenina, coqueta y presumida. Los ojos eternamente enmarcados por polvo khol negro que hacían su mirada aún más penetrante y misterios. Le gustaba cuidar su figura, su espesa cabellera y cuando no bailaba para el faraón, se colocaba una flor blanca que nacía de un árbol del jardín del harem que había mandado traer la madre del faraón de la lejana India. El olor del frangnipali era dulce y a su vez amaderado, suave, pero intenso, era un descanso para los sentidos el aroma de aquella flor, tan increíblemente mágico.

Una noche de celebraciones, en el palacio del mandatario de Nubia, ella tropezó inexplicablemente mientras bailaba. Cuando terminó su danza el faraón la miró con un gesto de total desagrado y ella se retiró a la habitación que siempre tenía reservada para sus cambios de vestuario y su descanso durante las largas noches de negociaciones y festejos. Se puso una de sus flores en el pelo como intentando evadirse y tratando de no pensar en la represalia que sabía que iba a tener por parte de su dueño en cuanto terminara la efeméride. Absorta en sus pensamientos, no percibió la presencia del aguador con su aguamanil que estaba detrás de ella aspirando profundamente el olor de la frágil flor que se había colocado en el cabello. Sigiloso como sólo ellos sabían ser, entró en la sala momentos antes y vio a la joven de semblante triste echada entre los futones adamascados con los ojos cerrados. Cautivado por su exótica belleza se arrodilló a su lado y quedó al momento hechizado por la calma con la que ésta respiraba. Intentando encontrar una nueva postura, ella abrió los ojos y vio al sirviente tan cerca que se sobresaltó por completo y se puso en pie.

– Tranquila no te asustes. Soy Shian Ka’an, el aguador, no pretendía inquietarte.

Pero ya era tarde porque en los breves segundos que transcurrieron cuando el joven pronunciaba esas palabras, mientras sus ojos del color del ámbar la miraban, se dio cuenta de que ya nada volvería a ser igual por ese sentido especial que tienen sólo algunas mujeres. Se había sentido atraída por su mirada, por su voz, por su olor.

– Me llamo Kefar Nahum. Soy la bailarina del faraón de Egipto y deberías haber llamado antes de entrar, ¿no te han enseñado normas de cortesía en éste pueblo de tierras estériles? No deberías estar aquí, está prohibido por mi señor que yo cruce palabra alguna con un sirviente.

Oído esto, el aguador bajó la cabeza haciendo un gesto de comprensión y se retiró de la habitación. Unos instantes después Kefar Nahum fue llamada al salón para volver a bailar. Cuando regresó de su baile se encontró con una flor de loto flotando en una jofaina, justo donde ella había reposado su cabeza unos momentos antes. De repente se sintió sorprendida y agitada, un escalofrío le recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta la nuca erizándole el pelo. Esa noche el sueño terminó por ganar la batalla.

Antes de que el sol asomara tras las dunas del este, al otro lado del río, ella despertó y encontró en un escabel un tarrito que contenía aceite de sándalo y una nota: “Te espero en la puerta del templo cuando el sol esté tocando la línea del horizonte en su amanecer. Usa el aceite y ven.”

Ella no sabía, no pensaba, no lograba apaciguar su corazón, que por momentos parecía latir descompasado. Se puso el aceite por todo su cuerpo, se vistió con el kalisaris de lino y salió de la habitación hacia donde le decía la nota, esperando que fuera el sirviente y sólo el sirviente quien la esperaba por que por alguna razón que no alcanzaba a atisbar se sentía atraída por él.

Llegó a la puerta del templo justo cuando el sol terminaba de salir por el horizonte y allí estaba, era Shian Ka’an, como ella había deseado.

– Cierra los ojos, dame tus manos y deja que te guie por favor.

Accedió sin preguntar nada, estaba hipnotizada, intrigada y excitada. Notó que las manos de su guía la subían en una catanga y que él se sentaba a su lado. El trayecto, que no por su longitud se le hizo eterno, llegó a su fin. Shian Kka’an la descalzó antes de bajar y ella, aún con los ojos cerrados pisó la arena caliente del desierto.

– No abras aún los ojos, hasta que no te lo diga.
– Pero…
– ¡Ssshhh! (la hizo callar poniendo el dedo índice sobre sus labios). Ya casi hemos llegado.

En pocos pasos entraron en una jaima que el aguador había levantado en el desierto a orillas del Nilo. Ella dejándose guiar por ese sentimiento que le recorría el cuerpo, sin saber por qué, estaba tan atónita que no podía pensar, y de repente percibió el aroma del incienso de vainilla, de dátiles frescos, da agua fría, de canela… y cuando estaba intentando asimilar todos esos olores una voz le susurró al oído.

– Ya puedes abrir los ojos.

Ella así lo hizo y se vio en el centro de la tienda rodeada de sedas, de linos, de alfombras, de aceites, de inciensos, de frutas, de frutos secos, y con él.

Shian Ka’an la desvistió y la puso una chilaba abotonada de arriba abajo. Con cada botón que iba abrochando su aguador el deseo se acrecentaba en ella. Cuando el joven terminó con los botones, la tumbó sobre los cojines y empezó a darle de comer, despacio, acariciando con cada dátil los labios de ella.

No se lo podía creer, estaba dejándose llevar, estaba haciendo algo tan prohibitivo que no quería dejar de hacerlo, y se sentía conquistada y provocativa. Dejó que Shian Ka’an le diera de comer, le quitara de nuevo la chilaba botón por botón, descubriendo cada centímetro de su oscura piel y se dejó frotar con aceites exóticos traídos de lejanos países. Cuando el aguador terminó, le puso un caftán y se la llevó a la orilla del río donde subieron en una falukah que dejaron flotar a la deriva. Disfrutaron el resto del día uno del otro, abandonándose al goce de los sentidos, amándose, dándose de comer mutuamente, bañándose en el Nilo, sin pensar en las consecuencias.

– ¿Ke significa Kefar Nahum?
– Tierra de Consuelo. ¿Y Shian Ka’an?

– Dónde Nace el Cielo.

Pasaron los días y ella se levantaba cada mañana húmeda y excitada por saber que su joven la estaría observando desde algún lugar.

Bailaba para los comensales y anhelaba cada noche cuando él, con su acostumbrado sigilo, llegaba hasta su estancia para saciar toda su sed.

Pero una mañana los festejos terminaron y el faraón con su escriba, su séquito y su bailarina tuvieron que regresar. Kefar Nahum pidió que le sirvieran un poco de agua en su habitación antes de salir para Tebas. Shian Ka’an apareció turbado por la noticia de su partida. Ella se arrancó un dije de la cadena de su cadera y se lo dio.

– Dónde Nace el Cielo encontré Tierra de Consuelo, nunca amaré a otra mujer.

A los pocos días de llegar a Tebas, Kefan Nahum fue llamada ante el faraón. Vestida para bailar, se sorprendió cuando en la sala sólo se encontraban su marido y el hijo de Ra. Cuando estuvo frente a él, éste hizo un gesto y un par de guardias tiraron el cuerpo sin vida del aguador delante de ella. No tardó en comprender que había sido ajusticiado por el verdugo del alto mandatario nubio al enterarse de su relación.

– Vete de Tebas. Serás repudiada por todos. Ya no tengo esposa. No sé quién eres (le increpó su marido).

Kefar Nahum, miró al faraón que le hizo una leve insinuación con las manos para que ella misma sin ayuda de nadie se llevara a su amante y no volviera más. La bailarina ayudada por dos criados que se apenaron de ella, se llevó el cuerpo de Shian Ka’an fuera de palacio, lo subió en una carreta y puso rumbo a su ciudad natal. Tras dos días de viaje, sin comer, ni beber, llegó a Alejandría, paró en un acantilado cerca del faro y sacando fuerzas de flaqueza, abrazó al aguador y vio su dije colgado de su cuello.

– Tierra de Consuelo descubrió Donde Nace el Cielo. Nunca amaré a otro hombre. (Dijo poniéndose una flor de frangnipali en el cabello suelto)

Y sin pensarlo, como un exorcismo romántico, miró al abismo que se abría ante ellos, respiró profundamente y dio un paso adelante. Mientras caían tuvo la certeza de que nunca fue amada, porque su marido ni siquiera la veía. Sólo amó y fue amada en tierras nubias.

Encontraron pocos días después dos cuerpos varados en la playa, el del aguador de Nubia, y el de la bailarina de Alejandría.

© Nieves Laguna

4 COMENTARIOS

    • Muchas gracias Juan Antonio. La escribí con mucha ilusión. Me alegro que hayas disfrutado con su lectura, ya con eso me doy por satisfecha. Siento contestar tan tarde, ciertamente no había visto las contestaciones.
      Un saludo.

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  1. Nieves, es un magnífico relato con un lenguaje y estilo muy directo y un vocabulario amplio; en cuanto a la historia, me ha gustado mucho, está muy bien ideada y trasladada al papel. Enhorabuena. Alberto S.

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