Tenía diecisiete años, sí, yo también tuve diecisiete años, como todos los seres humanos mayores de dieciséis, cuando en una excursión con mi compañero de colegio, y pariente lejano, Ángel Martín Batanero, y sus padres, al pantano de San Juan, conocí a Lola.
Era mayor que nosotros, entre diecinueve y veinte años, en edad, pero era mucho mayor que nosotros en recorrido vital, como las distintas experiencias vividas después con ella me demostraron. El caso es que Lola, que también iba con sus padres, y yo, nos caímos en gracia, nos perdimos por una zona un poco más agreste de lo que la decencia de aquellos tiempos aconsejaba, e intimamos. Si, intimamos, no tanto como la palabra parece indicar, pero sí lo suficiente para que nos apeteciera quedar otro día en Madrid.
Toda la historia de Lola da para escribir un cuento por cada día que quedamos, durante algo más de un año, pero, a pesar de lo que las apariencias pueden aparentar, no es por Lola por quién yo me he puesto a deletrear estas palabras.
Lola era parte del elenco de una compañía aficionada, marginal y libertaria, de teatro, de la que, lerdo de mí, no recuerdo el nombre. Una compañía que tenía su local de ensayos en unos sótanos de la calle Zorrilla, y que repartía, los días sin ensayo, entre sus miembros, y de forma absolutamente equitativa y regulada (para que luego digan las malas lenguas, de los libertarios) los tiempos de ocupación del local en otros lúdicos menesteres, de los que yo me beneficié ampliamente.
De aquel local, y ya me acerco a lo que íbamos, a lo que iba, salí con una cierta experiencia en menesteres amatorios, un empacho bastante considerable de Jacques Brel, y mi primer encuentro consciente con Kafka.
De la experiencia amatoria, de sus ires, venires, contingencias y sucedidos, no toca en esta entrega, tal vez en ninguna, dar detalles o explayarse.
De Jacques Brel hasta la coronilla. Nunca pude estar a solas con Lola. Nada más entrar en el local, junto al colchón allí dispuesto, sobre una banqueta cuyo color no recuerdo, había un magnetofón a casete, o casette, que parecía estar conectado a un control de presencia, porque inevitablemente el ruido de la llave ponía en marcha la cinta de Jacques Brel, si había otra nunca lo supe, y nunca la escuché, que nos hacía de trío, en una ocasión de cuarteto, y desgranaba lánguido, como desganado, progre y aburrido, arrastrando las erres, todo su repertorio. Por ambas caras.
Pero Lola, su compañía, que en aquel momento ensayaba “La Metamorfosis”, y una especie de performance protesta sobre la aberrante instalación capitalista de una factoría de Ford en un pueblo de Valencia, fue mi vía de comunión con Kafka.
Y lo que empezó como una circunstancia colateral de una relación peculiar, se convirtió en un romance de por vida, con Kafka, a Lola hace ya cincuenta años que le perdí la pista; en una veneración por las letras de un señor capaz de retratar el absurdo, la burocracia, el disparate como ningún otro en la historia de la literatura.
Es habitual decir que los griegos inventaron todos los arquetipos humanos, y que toda la literatura se mueve en una permanente revisión de esos arquetipos, K no fue inventado por los griegos, K solo existe porque el mundo moderno es capaz de disparatar hasta hacer creíble el personaje. Digo creíble, quiero decir cotidiano, cotidiano. Yo convivo a diario con todos los K que pueblan las ventanillas, los despachos, las aceras de nuestra cotidianeidad, y los griegos, los clásicos, no podían ni sospechar que tal disparate pudiera ocupar la realidad.
Es habitual encasillar a un autor en un movimiento, en una escuela, en una generación o en un grupo. Vano esfuerzo. Kafka pertenece al realismo fantástico, y al surrealismo, y al absurdo, pasando por el existencialismo y no sé cuantos ismos más. A mí, modesto entusiasta del autor, me parece el creador y máximo exponente del burocratismo, que no existe formalmente, y del que la película española “Vuelva Usted Mañana”, comedia amable y costumbrista, puede ser considerada integrante
Es habitual, cuando escribes, cuando la gente sabe que escribes, que te pregunten por las influencias en tu creación. Yo jamás me atrevería a nombrar a Kafka entre mis influencias, pero es imposible haber leído sus obras y salir indemne se su increíble calidad, de su abismal profundidad.
Es habitual, hay tantas cosas absurdamente, kafkianamente, habituales, hacer una sesuda clasificación de cualquier cosa clasificable, por ejemplo los mejores escritores del siglo XX. Yo jamás ofendería la memoria de Kafka adjudicándole el número uno de tan absurda clasificación, no porque haya otro superior a él, si no porque un genio descriptivo como el que exhibe Franz Kafka, está fuera de toda comparación, de toda clasificación, de toda banalización.
Yo, todos, con diferentes niveles de consciencia, somos agrimensores en el castillo, sin que nadie sepa cuál es nuestra función en una sociedad desquiciada y bloqueada por las rutinas inconexas, por los centros de decisión inaccesibles e incomunicados, por la difuminación interesada de la responsabilidad. Todos somos reos de una legislación burocratizada, profesionalizada, desquiciada, que nos somete a procesos permanentes donde la justicia brilla por su ausencia. Todos somos constructores de murallas chinas, artistas del hambre. Todos, a nada que pensemos, y de cara a una sociedad intelectualmente anulada, educativamente mediocrizada, podemos acabar emulando a Gregorio Samsa y sufrir una mutación que le permita a la sociedad señalarlos como individuos diferentes.
Hace cincuenta años que no sé nada de Lola, y hace cien años que murió Kafka, joven, demasiado joven, aunque cualquier edad es demasiado joven para prescindir de un genio. Sin duda el mundo, mi mundo, es más pobre.