El transcurrir de la vida enseña, a quien quiera aprender, que hay que tomar alguna distancia sobre lo que se dice y se repite de forma machacona. Hay que filtrar de continuo las noticias que, por una razón u otra, damos por buenas; no sólo las cifras que se barajan y reparten de manera irresponsable y falaz. Está en nuestra mano no participar en la viciosa afición por engañar y manipular.
Acaba de salir Cartas desde el Gulag (Alianza), un interesante trabajo de la profesora rumana Luiza Iordache Cârstea que da a conocer a Julián Fuster Ribó; una historia real, dura y aleccionadora. Nacido en 1911 en el seno de una familia comunista, este militante del PSUC fue Jefe de Sanidad del XVIII Cuerpo del Ejército Republicano. Al acabar la Guerra Civil consiguió exiliarse en la Unión Soviética, donde permaneció veinte años. A los dos meses de llegar se firmó el acuerdo Hitler-Stalin, ‘una ducha helada’. Durante unos años ejerció de médico en el Instituto de Neurocirugía de Moscú. Su conciencia de dignidad y su sentido de honradez hizo que no tardara en criticar la sarta de mentiras que se emitían públicamente, así como el culto a la personalidad de Stalin. Acabó siendo expulsado del PSUC y despedido de su trabajo, “por hacer el juego a la reacción”.
En contra de las directrices del PCE, Julián Fuster solicitó un visado para reunirse en México con su familia. El 8 de enero de 1948 la policía le arrestó y le condujo a las fauces de la Lubianka, donde al cabo de algunos meses de tortura ‘cantó’ y firmó como espía. Pasó a formar parte de los ‘58’, esto es, de los presos a quienes se les aplicaba el artículo 58 del Código Penal, que definía el espionaje como transmisión, captación o acopio de noticiasque por su contenido constituyen secreto que deba ser cuidadosamente guardado, en provecho de Estados extranjeros y organizaciones contrarrevolucionarias. Fuster sobrevivió a siete años, entre 1948 y 1955, de internamiento en el campo de Kengir (en Kazajstán), a donde llegó en pésimas condiciones de transporte, cual bestias. Eran obligados a trabajar sin descanso semanal, a llevar números pegados al gorro, a la manga, a la espalda y a la pernera del pantalón, y no recibían la alimentación mínima. Además, las esposas de los detenidos políticos eran enseguida forzadas a olvidarse de sus maridos ‘enemigos del pueblo’ y a divorciarse como símbolo del repudio.
Hay que hablar de lo Gulag: en primer lugar, se trata del acrónimo de la soviética Dirección General de Campos y Colonias Correccionales. Entre 1918 y 1923, los años en que Lenin presidió la que iba a ser la URSS, se establecieron 355 campos Gulag; de inmediato: con la revolución bolchevique, un sistema de terror y represión, millones de recluidos sin esperanza alguna por apoyar ‘el sabotaje y la contrarrevolución’. En la entrada de uno de ellos presidía el lema: “El trabajo en la URSS es una cuestión de honor y gloria”.
Desde 1940 hasta 1956, más de trescientos españoles fueron recluidos en los Gulag. Leo que entre 1948 y 1955, hubo diez millones de condenados a trabajos forzados; eran, por supuesto, gente del pueblo. En su libro sobre aquel archipiélago, Soljenitsin mencionó a nuestro compatriota en cuestión: “El cirujano Fuster, un español”.
El 5 de marzo de 1953 murió Stalin (la radio rusa dijo: “nuestro compañero de lucha, el genial defensor de la causa de Lenin, el sabio guía del Partido Comunista, el educador del pueblo soviético”). Se produjeron distintas vicisitudes en los Gulag. Entre mayo y junio de 1954 hubo en Kengir una revuelta que duró 40 días. Concluyó en diez minutos, con la entrada de cinco tanques, 1.600 soldados y cien perros: dejaron ciento veinte muertos y más de cuatrocientos heridos.
Tras Jruschov su caso fue también revisado y en marzo de 1955 fue puesto en libertad; “no se publicó una ley, decreto ni orden”, el mismo procedimiento con el que se les condenó a trabajos forzados: comisiones de tres miembros, tras un breve interrogatorio. En mayo de 1959 abandonó la URSS. Viajó a Cuba, donde ahora estaba su familia. Tras contarles sus cuitas, su hermana le cortó: “Basta, basta, no puedo oír esas cosas”; no aceptaba desengañarse de la revolución. Regresó a España, pero su condición de ‘rojo’ le cerró las puertas profesionales. En 1961 fue al Congo, contratado por la OMS, tres años después hubo una revuelta y volvió a España. Se instaló en Palafrugell, donde trabajó en un hospital y entabló amistad con Josep Pla, quien lo ensalzó como gran persona, inteligente, liberal y desengañado, de un escepticismo total, “el hombre de Palafrugell que gasta más dinero en papeles impresos”. Tras doce años en el Ampurdán volvió a sus raíces tarraconenses. Falleció en 1991, enfermo de Parkinson.
Habría que preguntarse por el dolor que Julián Fuster acumuló, la erosión demoledora y sin remedio que padeció en sus relaciones: sus sucesivas mujeres, sus hijos. ¿Pensamos en la trampa que le envolvió?