JUGUETES PARA ROMPER

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Es complicado, por no decir imposible, hablar sobre el mundo del fútbol, sin hablar de fútbol, porque quién más, quién menos, lleva en el alma los colores de algún equipo, y, aunque seas capaz de sustraerte al fanatismo político, es casi imposible sustraerte al forofismo futbolístico, y esto incluye, aunque ellos lo nieguen, a los que hacen de su ignorancia y desdén hacia el fútbol, otro equipo más, el equipo de un forofismo en negativo, en contraste, pero no con menor carga emocional. Es complicado, por no decir imposible, hablar sobre el mundo del fútbol, sin hablar de fútbol, después de un partido de los que se denominan de “máxima rivalidad”, pretendiendo mantener una neutralidad que tus propias entrañas desmienten

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¿Cómo hablar del mundo del fútbol, sin hablar de fútbol, mientras mantienes en tu cabeza, prácticamente aún ante tus ojos, aquella jugada que si el árbitro, otra marioneta en el guión, hubiera pitado correctamente, según tu apreciación y tus colores, habría cambiado el resultado del partido? Pues, a fuer de ser sincero, no sé cómo, pero voy a intentar hablar sobre el mundo del fútbol, y de otros mundos semejantes, sin hablar de fútbol.

Recuerdo que, hace años, en una de aquellas recopilaciones de relatos de Fantasy & Science Fiction que Bruguera publicaba regularmente, para fortuna de adeptos, uno de los relatos publicados contaba como los jugadores de fútbol Americano, sobrepasados por la actitud del público, sus insultos, sus gritos, incluso los de apoyo, sus cánticos, sus exigencias y sus confianzas, se juramentaban para, aprovechando la convocatoria de un encuentro, masacrar indiscriminadamente a los asistentes. Hablamos de los años setenta, aún no existía internet y cuando se hablaba de los periódicos deportivos se les denominaba de información. ¿Qué pensarían ahora aquellos jugadores, insultados o glorificados en las redes, expuesta su vida privada por una prensa forofa, más pendiente de vender que de informar, incapaces de obtener un mínimo de intimidad, tratados como cromos sin posibilidad de manifestarse sin que alguien se apropie y utilice sus palabras para sus propios fines?

Es difícil de saber. Es difícil de saber incluso para los jugadores reales, más allá de aquellos ficticios que optaron por una vía extrema, improbable.

Lo terrible de todo esto, de este mundo que empieza cuando acaban los partidos, y acaba con su pitido inicial, es comprobar el daño inferido a aquellos que más han destacado. La destrucción personal y humana de aquellos a los que se entroniza en los altares, sean divinos o demoníacos. La utilización sin reglas ni límites de sus figuras, de sus vidas, de las de sus familias, de las de los múltiples aprovechados que se adhieren a ellos al calor de su fama, y de su dinero, sobre todo de su dinero.

La hemeroteca está llena de nombres de grandes jugadores, de figuras emblemáticas, que acabaron sus días en la miseria, en la económica, en la moral, o en ambas en muchos casos. La fama, mal gestionada, el dinero disparatado, éticamente injustificable, y una corte de personajes medrando en los alrededores de unos chicos, la mayor parte sin madurar, sin una educación que les permita discernir en cuestiones relevantes para su futuro, son el caldo de cultivo para convertirlos en víctimas cuando el estrellato empieza a declinar, si no en auténticos mamarrachos durante su época de esplendor. Futuros juguetes rotos que gran parte de su entorno contemplará, con conmiseración, en los mejores casos, con desprecio, la mayor parte de las veces, cuando no con odio si en su devenir han decidido cambiar los colores que los glorificaron. Pocos, de los más encumbrados, sobreviven a una vida sin referencias, a una vida que parece eterna hasta un segundo antes de que ya no exista. Y entonces, los mismos que los jalearon, los mismos que se los apropiaron y utilizaron, dirán aquello de que se creyó más grande que el club, y no es nadie. Y en esa parte tendrán razón, ya no son nadie para quienes antes les hicieron sentirse héroes. En ese momento solo serán, algunos solo son, muñecos ávidos de lo que fue, con cierta tendencia a la autodestrucción, empeñados en seguir siendo para los demás lo que ya no son más que para los más benévolos de los que los recuerdan.

El otro día, viendo el partido que me hizo sentarme a escribir estas letras, y dejando el fútbol de lado (al menos tan de lado como el resultado dejaba a mi equipo, o precisamente por eso), me fijé en un nuevo, futuro, juguete roto. En un chico de 22 años, criado en un ambiente humilde, sin grandes conocimientos de la vida, pero con una habilidad singular, que se pasó el partido más pendiente de desquiciar a sus contrarios, de exasperar a los seguidores del equipo contrario, de reivindicar algo que nadie había puesto en cuestión, salvo los profesionales del jaleo, también llamado información, que de realizar ese juego portentoso que es capaz de llevar a cabo.

Alguien lo convenció de que tenía que sentirse personalmente insultado por todos los que vistieran en el campo de una forma diferente, por todos los que animaran a esos, por todos los que le habían llamado negro con desprecio, aunque no supiera quienes eran, ni los hubiera oído decírselo, bastaba con que aceptara la palabra ajena, por su bien, por el bien del glorioso equipo en el  que juega, por las ventas de los que lo cocinaron todo, por mayores ventas de los medios audiovisuales que cubrían el evento.

Curiosamente, en su equipo había varios, bastantes, jugadores más de su mismo color de piel, también en el equipo contrario, pero el racismo solo se ejercía, según los liantes de turno, los profesionales de la rabia y el jaleo, sobre ese jugador, sin que los demás negros sobre el campo sufrieran esa misma afrenta. El episodio, aparte de chusco, peligroso y vergonzoso, debería de ser investigado para esclarecer quienes utilizan una lacra terrible, como es el racismo, para jugar a su propio juego, y dar un escarmiento a la altura del mal causado. Y entre ellos al árbitro que ignoró sistemáticamente el juego descentrado de este chaval, sin ejercer sobre él una labor que, a la par de reglamentaria, podría haber resultado docente.

Claro, como era inevitable, a cuenta de las sucesivas provocaciones, en forma de información, al final salieron los descerebrados de turno a cantar sus estupideces, y a hacer que los que montaron el circo pudieran cobrar sus entradas, justificando como racismo lo que no ha sido más que un lamentable espectáculo orquestado por unos sinvergüenzas, representado por un chico desnortado, cuatro cómplices interesados y una caterva de impresentables que no se representan ni a sí mismos.

Alguien debería de explicarle, si es que aún tiene capacidad de escuchar algo más allá de las loas y halagos, que esos mismos que ahora le aplauden, que le ríen sus ocurrencias, mañana, si hace un par de partidos malos, o se le ocurre cambiar de equipo, o se retira en pleno declive, serán los primeros en insultarlo, en hacer cánticos contra él, en dejarlo tirado como un juguete roto, uno más de los que quemaron sus naves vitales por unos pocos días de sentirse los más importantes del mundo, solo por saber usar los pies, y no preocuparse de cómo, y cuándo, usar la cabeza.

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