Construir el universo infantil de las Juventudes Hitlerianas a finales de la Segunda Guerra Mundial no parece una tarea sencilla, y ha sido tratada por el cine en contadas ocasiones. Profundizar en los aspectos de la psique humana que llevaron a idealizar y endiosar a un hombre, Adolf Hitler, en pos de supuestas virtudes casi divinas, y hacer de él tu mundo, convierte en hilarante y de caráter lunático cualquier historia.
Jojo Rabbit (Roman Griffin Davis), es un niño solitario de diez años que vive sumergido en un mundo de fantasía, donde su mejor amigo es imaginario, y no es otro que el propio Adolf Hitler (Taika Waititi), que dirige los designios de su vida y de su mente en una demencia portentosa cargada de ironía y de humor negro.
La eclosión de locura vital domina una Alemania en horas bajas donde la inminente derrota y el triunfo de los Aliados está a punto de suceder. Los campamentos infantiles locales, dirigidos por el capitán Klenzendorf (Sam Rockwell) son el mejor ejemplo de lo que debe ser un niño alemán: fuerte, valiente, impasible ante la violencia o la muerte y sobre todo un firme admirador del Fuhrer y del Nacional Socialismo. Su madre Rosie Betzler (Scarlett Johanson), es todo lo contrario a Jojo, pues forma parte de la Resistencia en la clandestinidad. Alcoholizada y deprimida por la guerra, por la ausencia de su marido y por la muerte de su hija mayor, ahoga las penas en vino. Es la imagen de la locura, de la desesperación y del horror de los acontecimientos diarios. Guarda un secreto muy humano en su casa, a una niña judía que representa el verdadero valor y la ausencia de miedo.
Cuando Jojo la descubre, se debatirá entre lo que le dicta el corazón y lo que su amigo imaginario le dice respecto a ella, y lo que tiene que hacer. La humanidad se irá abriendo paso entre los niños y la amistad se irá forjando entre ambos.
Mención especial merece Yorki (Archie Yates), el amigo real de Jojo, divertido y ridículo, que encarna el humor natural. Obligado a ser niño soldado y engañado por un régimen decadente, no pierde nunca la alegría ni el sentido del humor en una actuación magistral que le convierte en un personaje entrañable.
Planteada como una metáfora onírica donde sueño y realidad se funden, la crítica hacia el nazismo raya el ridículo atroz y salvaje, imprimiendo un toque de humor a través de gags, algo ácido a veces, cruel otras, pero siempre certero, que convierten la película en una obra digna de ver y de apreciar. Esa visión de un niño nazi y de una niña judía puede caer en tópicos convencionales y sentimentalismos, pero Waititi lo salva de una manera elegante y plausible, donde todo es lo que parece, porque la realidad supera en muchas ocasiones a la ficción y la crueldad puede dejar paso a la esperanza.