IRREALIDAD?

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© Ángela Zapatero para plazabierta.com

 

Rodeado de geranios, sentado en una pequeñita silla de asiento de anea y con las manos juntas, haciendo remolinos de nervios, espera callado Genaro en el patio de su casa a que el sol de primera hora, naranja y remolón, pinte de alegría el brocal de hierro oxidado del pozo.

Lleva así ya un buen rato, lo menos una hora y un poquito de otra. Y es que a Genaro le gusta pensar en las cosas antes de hacerlas. Antes no lo hacía y mira, todo lo malo le ha pasado por eso.

Pero ya no, nunca más. El patio no se volverá a llenar de lágrimas como aquella tarde en que su cabeza se llenó de pianos.

Si el mundo tuviera setenta y nueve veranos, aquel hubiera sido el más hermoso: La sombra de la Parra, una banda sonora de avispas por una vez dulces, una jarra de limonada helada, dos sillas vacías de asiento de anea, el brocal del pozo con su “G” en hierro forjado recién pintado y la hermosa espera de quince minutos, mirando de reojo en cada pulsación del corazón al viejo portón de madera, deseando como el tercer deseo concedido a que por fin, la suave mano de María, llenara de suavidad de nudillos la madera seca de roble que abría el alma de Genaro y toda su casa.

María en realidad no existía, o sí, sólo Genaro lo sabía.

La conoció una mañana de jornal, entre las vides y las higueras de otro, con las manos llenas de leche de higos y el sudor corriéndole por dentro, rodeado de terrones de tierra roja con olor a otoño.

Ella apareció de repente, como las liebres, o las perdices, o los verderones que pintan sus plumas del azul verdoso de las hojas y el cielo.

Vestida del blanco que pinta las casas y el algodón y el lino con el que Genaro siempre imaginó que vendría a buscarle, María puso una de sus manos, sobre el hombro de Genaro; imperceptible, con la misma suavidad con la que cae al vacío un copo de nieve.

Apenas se miraron pues al volverse Genaro para clavar sus ojos en ella y quedarse varado de ancla en su cintura, una racha de viento cálido se la llevó, como la semilla de cardo por la que los jilgueros suspiran, con la voz prometida de un volveré, de un día y una hora escritos en el tiempo.

Genaro se quedó clavado y se hundió en el suelo, convirtiéndose mitad en la encina que ahora vive de amor al lado de la fuente y mitad en el hombre anciano que espera impaciente la llegada hoy de aquella imaginada mujer, tan real, tan cercana.

El mundo se paró a los setenta y ocho veranos, igual que Genaro, que se quedó sentadito, agarrado de manos, vestidos con un traje marrón un poco estrecho y con los nervios haciéndole nudos en el cuello.

Las avispas se posaron sobre sus rodillas y el sol cumplió su promesa, iluminando el brocal del pozo de agua fresca de boca de María, con luces de mandarina y con un portón de madera abierto antes de que ella al fin, entrara a buscar a aquel hombre paciente, con los bolsillos llenos de pequeños papeles en blanco.

Se acercó a él sin pisar el suelo y después se sentó a su lado, llenando dos vasos de limonada fresca.

Genaro con los ojos cerrados, veía perfectamente al fin la hermosa cara de María, su mujer dibujada desde el comienzo de un tiempo escrito con tiza en una pizarra.

Ella le ha besado por última y primera vez, con las manos blancas ha acariciado el rostro de niño de Genaro, el hombre que nació sentado en una silla de asiento de anea.

Y los papelitos de su chaqueta se han escrito de tinta verde con un solo nombre.

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