Alza sus manos chicas hacia las lágrimas de cristal que cuelgan de la blatoidea y ciega lámpara de la habitación.
Es allí, en ese espacio sólo contemplado por la necrófaga luz que deja pasar una persiana a medio enrollar, donde Ginés Abedul, “El enano”, vive oculto al mundo desde hace veinticinco años, tres menos de los que tiene dibujados en su rostro.
“Este pueblo, María no es lugar para débiles. Aquí se vive y se muere entre las tinieblas del hambre, el miedo y el respeto a un Dios que no comete errores. Tu hijo es un borrón en la obra del Creador; y ya que no se puede borrar, escóndelo. Que viva como lo que es: el avergonzado remedo de un mundo que no es el nuestro.”
Subido a una silla, Ginés, consigue alcanzar uno de aquellos cristales. Tira de él hasta que la pequeña argolla que lo sujeta cede, y cae al suelo sin romperse. El medio metro respira aliviado.
“No sé por qué das de mamar a este condenado. Mejor sería que muriera ahora, cuando el recuerdo aún no ha escrito nada en su mente. Llévalo a San Dimas. Allí el abad sabrá qué hacer con él.”
Desde una celda del segundo piso, en el ala vieja del monasterio, Ginés intenta que los pocos rayos de sol que entran en la pequeña estancia, incidan sobre el vidrio facetado que acaba de coger. Es verano, y a esta hora de la tarde, Newton sería feliz con el haz de colores que un pétreo suelo dibuja; el mismo espacio/tiempo en el que fray Nero, urga nervioso con la llave en la cerradura, buscando, tal vez, el consuelo que casi nunca encuentra.
En el cuarto vacío, a excepción de una mínima cama y un crucifijo que desprende sus brazos hacia un perdón umbilical, el único remedio del alma de Nero se encuentra al otro lado del claustro; en ese lugar en donde Ginés, revienta de luz el son perdido de una palmada muerta.
Arrodillado, reza el fraile; ruega al Santísimo porque ese joven corto y mal formado lance sus ojos fuera, hacía donde él se encuentra penando por un reflejo que no es el suyo.
Mientras San Dimas se ahoga en la tarde lluviosa de agosto, dos muñecos hilvanan su futuro. Sin saberlo, monje y chaparro; el uno por ese ignoto deseo de ser lo que no se quiere y el otro, por no querer sino la vida propia de una sombra, han anudado a ese limbo salvaje que mora en los días fríos, el vaho imperdonable de la inexistencia.
Que sutil dependencia aquella que ignora la verdad a cambio de una jaula con dos jilgueros muertos en su interior.
Sin duda, eres un genio del relato que punza las vísceras. Es imposible quedar indiferente.
Un fortísimo y merecido aplauso.
Muchas gracias.