V. se había mudado conmigo a España, ella estaba haciendo una maestría y yo intentaba darle forma a un doctorado que cada vez veía más lejano. Como parte de la convivencia, todos los días teníamos un ritual de mañana, que ambos cumplíamos con devoción.
Desde muy joven tengo la costumbre de despertar con el alba, nunca despertaba más allá de las 07:00, y siempre bromeada diciendo que son mis pecados los que no me dejan dormir (como toda broma, algo de cierto tenía). Por su parte V. tenía una relación más cercana con nuestras sabanas y prolongaba su tiempo de descanso hasta bien entrada la mañana.
Como todas las cosas recurrentes en la vida, nuestra rutina se formó sin saber bien como, mientras V. se entregaba a los brazos de Morfeo, yo dedicaba las mañanas a mi actividad favorita, la más antigua en mi vida y la única que desarrollo en solitario, la lectura. Al despertar me esperaba un libro en la mesa de noche y con un movimiento sigiloso siempre me las ingeniaba para poder hacerme con el libro sin perturbar su sueño. Ambos, felices infieles gozábamos de nuestros amantes sin reparos ni reservas, ella se entregaba con locura al noble arte de dormir, y yo poseía por horas al libro de turno hasta haber saciado mi curiosidad.
Por su parte V., también realizaba una actividad en solitario, ella pintaba y dibujaba, lo hacía con bastante pericia, aunque con menos regularidad que la de un artista, ella pintaba para expresarse, para sacarse la tristeza por medio de trazos y pinceladas, pintaba para hacer más bonito el mundo y casi siempre lo lograba (aunque ella decía -y creía- que no), por ese entonces aún nos amábamos y yo solía decirle, con la sinceridad de un ingenuo, que un día sus cuadros decorarían nuestra casa.
Un buen día a V. se le ocurrió hacerme un regalo (ella siempre hacía regalos memorables en fechas especiales), me regaló un separador de libros, pero este era diferente, personal, ella había dibujado un separador específicamente para mí. Con el tiempo ese único separador tuvo compañía y fueron cuatro las creaciones inspiradas en mis gustos que ella había hecho para engalanar mis libros: el primero fue de Batman, el justiciero enmascarado de Gotham City al que siempre había admirado (este fue un regalo de aniversario); el segundo fue de Murakami, el escritor japones que es mi predilecto al momento de engrosar mi biblioteca (este fue un regalo de cumpleaños); el tercero fue un pedido expreso de mi parte, pedí que invocara su talento para plasmar mi obra de arte favorita: Saturno devorando a su hijo; y el último fue sobre una de mis series preferidas Bojack Horseman (ese fue un regalo de despedida, aun no lo sabíamos, pero sospechábamos que nuestro amor llegaba a su fin).
Con la llegada del verano, V. se fue de mi vida; casi ya no hablamos y cuando lo hacemos nos damos cuenta que con bastante celeridad nos volvemos extraños, poco a poco dejo de recordar detalles sobre ella que antes pernoctaban nítidos en mi memoria. Supongo que para ella es igual, supongo que ambos nos preguntamos ¿Qué queda del amor luego del mismo? mientras evitamos contactarnos. Tal vez por ello, un día cualquiera me percate que, sin planearlo, ella nos había regalado un momento tan intimo como perenne, algo que las parejas tardan años en construir y muy pocas logran encontrar.
V., sin siquiera sospechar, desde su intimidad había logrado adentrase a la mía, los separadores que me regaló no solo fueron una de las múltiples formas que tuvo para decirme que me amaba, sino también era la manifestación de su intimidad encontrándose con la mía, era la forma en que aprendimos a compartir nuestras soledades, había encontrado la forma de ingresar al espacio más privado de mi vida por medio del espacio más privado de la suya. De ahí a la fecha, V. se ha ido, como se han ido las demás letras del abecedario, pero curiosamente nunca se irá del todo, porque cada que abra un libro encontraré algún separador suyo que me recordará que alguna vez me amó.