IN VITRO

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A Jesús se le cayeron treinta y nueve mil novecientos sesenta segundos sobre la cabeza; un golpe seco que, al menos hoy, no esperaba. Él estaba a su aire, como siempre que la soledad se sienta en una silla de mimbre a su lado, lo mismo que un cantaor, cuando en el repente, sintió que las sonrisas son falsas, que huelen a sumidero, a llamada perdida, a mierda seca.

Se metió el mutismo en el culo y, abajo en escaleras, hizo un alto en el camino para preguntar a Desi, la vecina del primero letra A, con una excusa no muy creíble, a qué hora tenía previsto tender las sábanas de la pensión.

Poco después, con el asfalto pisando las suelas de sus mocasines blancos, entró en «El Rincón de Luis», bar de referencia para los amantes del barrio y sus habitantes. Hincó barra en codo y pidió con voz de marqués una ración de oreja en salsa, acompañada de un doble de cerveza, que devoró y bebió con una avidez propia de las hienas o de los muy ancianos. seis cuarenta con la propina. Después, regresó a casa, subió las escaleras en silencio y llamó al timbre del piso primero, letra A, con insistencia. Él sabía que Desi estaba tendiendo las sábanas y que por esa razón, la buena señora, sumida en la otra punta de la pensión, no oía el eléctrico grito del llamador. Stop.

Desi sabe de sobra que es una muy follable cuarenteña. Oyó el timbre y supo que era Jesús, el extraño, demente y azulado de ojos vecino del quinto. Le esperaba. Con esa ridícula excusa de las sábanas; que mono. Ahora abriría la puerta con una tarjeta de crédito e iría a su encuentro; llegaría hasta ella y con esa prisa lenta de los hombres salidos, se la tiraría entre pinzas de la ropa y olor a suavizante. Stop.

Jesús cerró el libro, se levantó y sin prisa fue a la cocina a por una cerveza. Estaba nublado y se asomó a la ventana que daba al patio. Abajo, en el primero, contempló con asombro como la dueña de la pensión, Desideria pronunciaba su nombre mientras tendía unas sábanas y se acariciaba con frenesí lo poco que de sus pechos vestía juventud.

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