IMAGO

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Illustration of man observing his figure reflected in the mirror, surreal identity concept

I.

En aquella oscuridad húmeda y densa, escuchar a Orville Peck interpretar «Drive me, Crazy», era lo mejor que podía pasarme; mejor, mucho mejor que las torpes caricias que me estaba autoinflingiendo para, tal vez, conseguir una eyaculación que me salvara, de momento, de padecer cáncer de próstata.

Llevaba algún tiempo sobreviviendo en una existencia con halitosis que, la verdad no me gustaba lo más mínimo; rebuscar mi nombre entre un montón de insultos rebajados un cincuenta por ciento; aparcar camas desechas en la zona de incubadoras; descubrir que los retretes no son blancos asientos con un agujero negro en su interior, sino cerúleas lampreas desdentadas a las que alguien, seguramente algún político psicópata, había convencido

para representar en las  casas teatro kabuki, no era la idea que yo tenía de un devenir vital por lo menos aceptable.

De modo que, a primeras horas de la tarde del quince de noviembre, festividad de San Alberto Magno, después de haber comido dos huevos duros, una lata de mejillones en escabeche y dos manzanas reineta, y visionar con deleite un documental sobre hienas en La Dos, decidí que lo mejor que podía hacer era tumbarme en el sillón y dejarme morir mirando las pareidolias de techo.

No duró mucho el lento suicidio, pues a los 35 minutos de lenta agonía, una trémula inquietud brotó de mi cerebro límbico:

«Joder, he quedado a las ocho con Alberto. A ver qué hago ahora. Tendré que ir, no me queda otra. Hace más de quince días que el tío me lleva dando la murga para vernos ¿Qué querrá éste, si hace más de tres años que no nos vemos?»

Durante casi diez años habiamos sido muy buenos amigos, compartiendo viajes, juergas, novias, lágrimas y sobre todo una inquebrantable fe el uno en el otro. Nada podía separarnos, nada, excepto aquel espejo de mierda.

II.

Si algo que no soporto es la impuntualidad; pero no la ajena, sino la mía propia. Por eso llegué al Café Viena con media hora de adelanto con respecto a mi encuentro con Alberto.

Aquel vetusto local siempre me había transmitido una placentaria sensación de paz: luces calidas y una anónima y suave música de ambiente; hasta el tono de las conversaciones de los clientes que poblaban un jardín de variopintas mesas de mármol, modulado y susurrante, parecía que había sido pactado para no perturbar aquel artificial seno materno tan extraordinariamente creado.

 

III.

Con el punto de la hora clavado en la cerviz, vi no entrar a Alberto durante más de dos horas, hasta que, a eso de las diez menos cuarto, la puerta del Café rompió aguas, dejándome salir con la deífica sensación de haber concluido una himenóptera fase larvaria.

Así que, convertido en una pupa de noventa y cuatro kilos, me dejé rodar por las aceras con la toroidal sensación de que la mentira salvaría al mundo

 

IV.

Al regresar a  casa, Alberto estaba tumbado en el sillón, boca arriba, agrietando con su mirada esa eslava sensación de superioridad que mora en el silencio, dejándose morir con la sombría dignidad de los ausentes.

No hubo palabras en aquel encuentro, sólo el ancestral reflejo de aquel espejo de mierda que hizo las veces de teleprompter.

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