HUEVOS PASADOS POR AGUA

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La lluvia deslució los actos militares de la celebración de la Fiesta Nacional del pasado día 12. Es de suponer que la recepción en los salones de palacio quedó a salvo del aguacero. Como una broma de mal gusto, el día 13 se presentó, al menos en Madrid, como una tibia y soleada jornada otoñal, invitando a los ciudadanos a disfrutar de las calles y los parques. Quizá sea esta una metáfora del desvaído momento que atraviesa la idea de España.

huevos pasados por agua
Fuente: Ignacio Sainz de Medrano

Hay que empezar diciendo (y aceptando) que las naciones no existen: son construcciones políticas del siglo XIX. No siempre fue así, y seguramente no lo será en el futuro. Hoy, sin embargo, no sabemos vivir sin ellas. Como cimiento necesario para su edificación (desacreditada la legitimidad “divina” de los monarcas absolutos), prácticamente todos los relatos nacionales han debido construirse sobre una ficción. Sin ofender: por eso son relatos. Si no, serían historias. Pero como con los hechos históricos el personal no se arrima, necesitamos un carro ficticio al que subirnos. Funciona mejor una victoria histórica en Covadonga que una escaramuza sin importancia entre cuatro despistados en los montes de Asturias.

Francia, sin ir más lejos, ha construido su identidad moderna constituyéndose en el faro de los valores de la Ilustración, y la patria de la democracia moderna. Que los franceses  no tuviesen a bien compartir dichos valores con los millones de muertos producidos por Napoleón, o posteriormente con los africanos y los indochinos es, a los efectos que les interesa, irrelevante (otra cosa es que ahora se les caiga el tinglado precisamente por esto último). Muchas naciones (bueno, venga, vamos a decir comunidades históricas) han constituido su identidad en torno a una derrota: Cataluña, con la pérdida en 1714 de un bon govern per al bon poble a manos de los déspotas borbónicos. Serbia, con la batalla de Kosovo a manos de los turcos. Y así sucesivamente.

Otras, finalmente, se aferran a una victoria, una conquista, una misión divina alcanzada, casi siempre, con derramamiento (necesario) de sangre, convenientemente ocultado. Los Estados Unidos pretenden ser la ciudad en la colina, la nueva Jerusalén (comparación que, por cierto, sale mal parada en estos días), la tierra elegida por Dios para que prosperasen los hombres libres, valientes e iguales. Esto, por supuesto, no iba con los negros o los nativos americanos, a los que se exigió su sudor, su sangre, y sobre todo sus tierras, para que los hombres blancos vieran cumplida esa promesa. El Reino Unido, por su parte, se convirtió en el siglo XIX en la Britannia que gobernaba los mares y llevaba la ciencia y la modernidad del comercio y la civilización a los territorios de su imperio. Al mismo tiempo destruía la industria textil de la India y arrasaba con los recursos naturales de media África. No es necesario subrayar que, además, todos estos mitos han ido acompañados de un notorio desparrame de testosterona, heroísmo y gestas legendarias, casi todas masculinas, que acaban siendo celebradas sacando los tanques (y hasta alguna cabra) a la calle.

Fuente: El Pais

En España tampoco nos hemos librado de eso. Dijo Ortega y Gasset que a nuestro país le faltaba un proyecto común, una idea a la que engancharse colectivamente. En esto, mira por dónde, tenía razón. No la tenía, sin embargo, cuando decía que Castilla debía ser el motor de ese proyecto, por su historia y por su relevancia. Puff. Error. Pero en su época, ¿qué quieren?, el relato nacional estaba muy influido por el drama de 1898 y el complejo de inferioridad tras la derrota ante los Estados Unidos. De hecho, en previsión del desastre que se venía encima, las autoridades de la Restauración alfonsina se inventaron los fastos del 92 (sin Expo en Sevilla ni AVE; pero supongo también que con comisiones millonarias), para reconstruir una imagen imperial y civilizatoria. Y a este carro, curiosamente, se subieron en las primeras décadas del siglo XX los países hispanoamericanos, necesitados de reafirmar una identidad que pudiese confrontarse con el gigante del Norte, un Gargantúa camino de comerse todo el continente. Así, por adhesión, surgió la comunidad hispanoamericana que ahora se deshace ante el declive de Occidente, la pujanza de China y, sobre todo, la ausencia de incentivos para mantenerla con vida.

La realidad, nos guste o no, es que los eventos que conmemoramos y seguimos enseñando en la escuela se basan en el enfrentamiento de una identidad contra otra: la del musulmán al que echamos de Granada, culpable de habernos conquistado (como si los visigodos, supuestamente los reconquistadores, no hubiesen tomado Hispania por la fuerza), la del judío al que, como el resto de los reinos europeos, llevábamos martirizando desde el siglo XIV. O la del indio americano (salvaje y bárbaro o dócil pero estólido, según la conveniencia), a quienes llevamos la civilización, el esplendor de la lengua, el catolicismo y las Universidades. Y así España (que por entonces aún no existía; o quizá se toma Castilla por España, la parte por el todo) cumplió con un destino histórico y una gesta universal que es necesario seguir celebrando y que justifica nuestro espacio entre las naciones.

Algunos de los hechos que nos ponemos como medallas son ciertos, y otros no lo son (por ejemplo, la difusión del castellano en América fue llevada a cabo, esencialmente, por los nuevos países independizados; en tiempos del Virreinato, solo las élites criollas y mestizas hablaban nuestro idioma). De nada valen las comparaciones con las conquistas realizadas por los ingleses, o las atrocidades cometidas por los belgas: cambiamos el mundo sí, pero a costa de sangre y fuego. Como, por otra parte, hubiera hecho cualquier potencia europea con superioridad de armamento y de tecnología, enfrentada a estructuras políticas y sociales menos avanzadas. Es innegable que fundamos Universidades y erigimos catedrales, pero también que los indios de las encomiendas o de las mitas en las minas del Potosí no pudieron aprovecharlas. Emitimos leyes que, intentando ser justas, fueron sistemáticamente ignoradas. Tras el colapso demográfico indígena, surgió una nueva sociedad mestiza que mezcló a los supervivientes con algunos blancos, desde luego los más pobres. Pero la élite colonial, constituida por los criollos que después se erigirían en amos del territorio, no se mezcló con nadie. Y, como explican Acemoglu y Robinson en “Por qué fracasan las Naciones”, no hubiéramos podido hacerlo de otra forma.

Estos son los hechos. Luego están los relatos que magnifican o suprimen elementos históricos en función de los objetivos políticos. Deben incluirse aquí las fantasías del expresidente de México y su sucesora, que, con su petición de excusas al Rey de España, intentan ocultar bajo el manto de su narrativa nacional un profundo fracaso como nación. Es la suya una leyenda construida interesadamente por los dirigentes fundacionales (blancos) que no dudaron en contraponer un indigenismo previo (del que ellos no formaban parte), a un enemigo, el español, que habría aniquilado una nación preexistente, la mexicana. Precisamente, la evidencia de que este mito (elaborado a conciencia, como en otras naciones hispanoamericanas, para aglutinar en torno de unos pocos descendientes de españoles a una vasta mayoría de indígenas y mestizos) no está basado en la verdad, sino en la manipulación de la historia, debería servirnos para examinar el nuestro con un mayor juicio crítico, porque, como todo el mundo, también le hemos echado imaginación.

Así que, de disculpas, nada. Pero quien quiera abrazar el relato de la hispanidad, que sepa también que (como en todos los países), hay que mirar debajo de la alfombra. Para colmo, puede que, además, no sea suficiente como pegamento. Haber elegido el mito (en sentido político-narrativo) del Descubrimiento y no otro para definir la esencia de nuestra nación, casa mal con el hecho de que la Corona de Aragón no participase en el empeño de aquel proceso (salvaje, brutalizador y hay que reconocerlo, increíble). La ruptura abrupta del intento liberal de Cádiz nos impidió, quizá, proporcionarnos una identidad cohesionada en torno a las luchas contra el invasor (como si ocurrió, por ejemplo, y de forma decisiva, en el mosaico alemán, y de la misma forma, en Rusia). Nunca sabremos si España podría haber sido pensada de otra forma. Los años de la transición nos abrieron otra ventana de oportunidad para construir una lectura positiva y orgullosa, pero los fantasmas del pasado insisten en regresar, tal vez porque no se cerraron correctamente.

Dijo también Ortega (y aquí vuelvo a darle la razón), que el encaje de Cataluña en España era un problema que se debía sobrellevar, pero no se podía solucionar. Cien años después, andamos dándole vueltas al asunto, aunque el Molt Honorable decidiese, acertadamente, asistir al desfile. Por la razón que sea, las élites de ciertas zonas de España no quieren sumarse a ese proyecto del que hablaba Ortega. O no de la manera en la que se les quiere imponer. Por eso construyen sus propios relatos nacionales. Habrá, entonces, que seguir pensando.

En fin. Como dice Santiago Alba Rico, en su magnífico libro “España”, no se puede no ser español habiendo nacido en España. Se podrá no quererlo, pero no dejar de serlo. Somos, a pesar de todos los problemas, un país privilegiado en comparación con muchos otros, y que debería tener la suficiente madurez como para analizar el pasado con seriedad, sin vergüenzas anacrónicas ni ataques de delirios imperiales; y al mismo tiempo, asumiendo que nos ha tocado vivir juntos, desplegar el suficiente optimismo y energía para comprender que algunos de nuestros logros recientes, con todas sus luces y sus sombras, son como para estar satisfechos. Ese debería ser nuestro patriotismo: nuestro afán por mejorar la sociedad que hemos construido. Que el mundo ande perdido, y nosotros con él, no quiere decir que no deberíamos intentarlo, no por orgullo ni por Blas de Lezo, ni por Lepanto, sino por nuestros hijos. Conseguir, por ejemplo, que los jóvenes tengan una vivienda digna, que la inmigración (tan necesaria) se gestione con dignidad y sin histeria, y que regrese el sentido del Estado entre los políticos, eso sí sería motivo de fiesta nacional. Y ese sería el relato de una nación digna al que todos, quiero pensar, nos sumaríamos con entusiasmo.

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