«Las camas de los hoteles tienen algo de panteón de muertos». Es el primer pensamiento que le atraviesa el cerebro, a la vez que los pies cruzan el umbral de la puerta. Camina detrás de él, dejándole espacio para que comience la ceremonia de recorrer la habitación, revisando los rincones para certificar, una vez más, que no cumple sus expectativas.
—¡Buah, bañera! No hay amenities… Y tampoco tienes bidé —continúa para incluirla en su inspección y no sentirse a solas entre todas sus rarezas.
—Si no hay bidé, al menos, que haya bañera —contesta apenas en un susurro, por ese sentido de la educación que incluye responder cuando te hablan, sin pretender continuar un diálogo que no le interesa. Es lo único que valora encontrarse en un hotel, ese sanitario tan necesario para ella como denostado para los demás. Aunque hace mucho que ha dejado de incomodarle su ausencia, si hay bañera se sienta en el bordillo y se asea con la ducha, y si no la hay, siempre queda la opción de la botella de agua mineral que permite la limpieza de sus partes íntimas sentada en la taza del váter. La única manía que le queda cuando viaja se resuelve así.
Antes, cuando había un antes, solicitaba también cama de matrimonio, luego llegaron las king size que los convirtieron en dos islas donde cada uno gobernaba por su lado.
Le fascinan esas camas, hechas al milímetro, como con escuadra y cartabón, sin una arruga, ni un pliegue fuera de su sitio. La de su alcoba se desmorona cuando abre el embozo, según se va aproximando ya descuelga un pico de la colcha que termina besando el suelo; la almohada se descoloca y el cojín, que ha centrado escrupulosamente por la mañana, le hace hueco huyendo hacia al lado desocupado.
En los hoteles están concebidas para la espera, para el placer inmediato o el descanso breve. Son artificiales, como la comida de plástico colocada en los escaparates de algunos restaurantes chinos.
Comienzan a deshacer los equipajes. Él cuelga sus camisas y ella, mientras, vacía su neceser en el cuarto de baño. Cada uno sus cosas. El cepillo de dientes se queda girando solo, por poco tiempo, hasta que él saque el suyo de otra bolsa de aseo. Antes compartían maleta, ahora todo es duplicado por no preguntar, por no colaborar, ni siquiera, en los preparativos o las intenciones.
Ella mira por la ventana, habitación con vistas al mar, y el temporal es simétrico al que se produce en su estómago. Tiene una arcada y se separa del cristal, es el vértigo de las olas. Se le pasa cuando se tumba en la cama, vestida, dejando los zapatos desnucados en la alfombra. Ha sido un viaje largo y cansado, cada vez le agotan más los silencios acristalados, esos que se rompen al mínimo balbuceo, que inmovilizan y evitan que se toquen, cada día, un poco más.
Aprovecha que él está en el baño para tumbarse en la cama, con los ojos en dirección a la ventana, eso que hace un momento le ha revuelto el estómago, ahora le calma. Los ojos se le van escurriendo mientras intenta organizar en la cabeza el fin de semana. Es mejor tener todos los planes hechos, así no hay nada que discutir, todo organizado de antemano: visitas, comidas, todo, salvo la elección del vino, y los dos prefieren tinto.
Todavía queda mucho hasta la hora a la que han reservado el restaurante para cenar, uno de esos con estrella Michelin que le ha regalado él por su cumpleaños, aunque en realidad se lo ha regalado a sí mismo, porque ella prefiere una tortilla de patata a cualquier bocado de espuma que no venga directamente del mar.
Encoge los hombros en su imaginación y siente como el colchón se vence hacia el lado izquierdo. No le ha escuchado acercarse, pero en la descompensación de su cuerpo sabe que ha apoyado la cabeza en la almohada y que tiene la cara contra su espalda, demasiado cerca, el aliento le llega como un tifón. Abre los ojos de golpe ante esa señal de alarma. Piensa que si no se mueve se va a hacer invisible y él, se va a olvidar de que está allí, a punto de caerse de esa cama impasible. Permanece agarrada al filo sin saber hacia qué lado del abismo dejarse caer.
Se tensa como las cuerdas de un violín, comienza a rogar, aunque no sabe rezar ni cree que exista quien la escuche. «Que no me toque, que no me toque, que no me toque». A la tercera los labios dan un frenazo sin haber pronunciado palabra, una alambrada cose su boca, mientras un brazo, como una culebra, le asfixia la cintura. Dejan de respirar, cada uno en su cabeza cuenta hasta tres, a ver si sale el conejo de la chistera y queda resuelto el espectáculo.
Ella piensa que tal vez debería intentarlo. Él, que por mucho que insista, no hay nada que buscar.
Se da la vuelta, quizá el calor de un abrazo la aleje de la costa, le cure el vértigo. Giran los dos, por la inercia, por la fuerza centrífuga de la costumbre, que les repele y les separa.
Ahora las vistas son al interior, a un armario empotrado con la puerta medio abierta y al cuello desbocado de una camisa de rayas.
Hoy tu narración me ha parecido triste y bellísima, cómo la vida misma, pero bien contada como sólo tú sabes hacer.
Una vez más, encantada de poder leerte
Gracias a ti por leerlo y por dejar comentarios. Me alegra muchísimo que te guste.
La narración me creó una incognita, como las que solemos tener en la vida ¿Que pasará?
Será bueno, será malo……
Siempre es interesante leerte, sigue soñando.
Muchas gracias, Gisela por leerlo. Creo que no pasará nada, como suele ocurrir en la vida también.
Un abrazo