María “La Brava”
Zambullida en el tumultuoso apogeo de la Edad Media, allá por el año 1.454, la capital charra hechizaba a cuantos viajeros se acercaban a ella. Las torres catedralicias se erguían solemnes sobre la cresta de la atalaya. Imperturbables en el tiempo exhibían orgullosas la belleza de su arquitectura y atrevidas bañábanse coquetas en las orillas del río Tormes, quien a su paso por el lugar realzaba, en días soleados, el esplendor que irradiaban en el espejo de sus aguas.
En aquella época, la piedra dorada de las canteras de Villamayor, materia prima de la Catedral dedicada a Santa María de la Sede o Catedral Vieja, reflejaba el poder que sustentaba la tierra charra, enseñando el rostro más benévolo y hermoso de una ciudad en la que subyacían las pendencias enquistadas de algunas de sus más ilustres familias.
Encontrábase el majestuoso templo episcopal a escasa distancia de la plaza del Corrillo de la Hierba, territorio considerado como “la tierra de nadie” porque ningún habitante atreviáse a traspasar la línea que dividía el concejo en dos bandos.
Las contiendas permanentes de los miembros de la alta nobleza tenían aterrorizados a los lugareños, mercaderes, artesanos, labriegos o criados, vivían todos abrumados bajo el yugo de las querellas enfrentadas entre sus señores. En sus ansias por hacerse con la hegemonía de los concejos, la acumulación de propiedades, títulos nobiliarios, poder y privilegios manteníanse estos aristócratas con las espadas bien dispuestas y afiladas. Arracimándose junto a las más importantes iglesias levantaron sus palacios y solariegas viviendas familias de renombrado linaje, Maldonado, Nieto, Enríquez, Monroy, Manzano, Arias, Acebedo, Solís, Gil y Lozano.
En la placita de la iglesia de Santo Tomé de los Caballeros, la actual Plaza de los Bandos, la propiedad de Don Enrique Enríquez de Sevilla, bisnieto del infante Don Enrique, y de su esposa Doña María Rodríguez de Monroy nacida en el palacio de las Dos Torres en Plasencia, hija de Hernán Pérez de Monroy y de Isabel de Almaraz, mostraba en la entrada un amplio portalón enmarcado en un arco de medio punto y sobre el balcón un decorado escudo heráldico con los apellidos de Maldonado, Enríquez y Monroy. Disfrutaban de señorío desde 1.442 en Villalba de los Llanos y del mayorazgo otorgado por el rey Juan II de Castilla en 1.454. Desafortunadamente quedose viuda Doña María todavía joven al cargo de sus cuatro hijos, Pedro, Luis, María y Aldonza, por quienes profesaba un profundo amor.
Los alrededores de la iglesia de San Benito, en la actual calle de la Compañía, acogían a las señoriales casas de otros insignes caballeros, ocupando la familia Manzano el lugar más relevante. Las desavenencias de ambos bandos dieron lugar a que aconteciera uno de los sucesos más trágicos y sangrientos de la historia de la ciudad de Salamanca.
Un funesto día de 1.465 sobrevino la tragedia tras competir en un inocente juego de pelota los hermanos Manzano frente a Don Pedro Enríquez y alzarse éste con la victoria. Don Gómez dejándose arrastrar por la envidia y el rencor le increpó encolerizado. Enzarzándose en una frenética lucha los hermanos ayudados por uno de sus criados dieron muerte al joven Don Pedro. Advirtiéndoles el sirviente de las futuras represalias del mayor de los Enríquez, tenido por audaz y valiente, idearon un maquiavélico plan. Mandáronle llamar con engaños, con la intención de sorprenderle emboscáronle en una callejuela con las espadas desenvainadas y abalanzándose inesperadamente sobre él arrebatáronle la vida sin más.
En la plazuela de San Benito la familia Manzano, al conocer los hechos, enviaron apresuradamente a sus hijos Gómez y Alonso hacia tierras portuguesas, haciéndoles acompañar por algunos de sus más leales vasallos hasta que se calmasen los ánimos.
En la placita de Santo Tomé se escuchó el estallido de una intensa algarada. La espantosa noticia desató la ira y el llanto de los temerosos y agitados moradores de aquel bando. Los cuerpos de los amados hijos de Doña María yacían sin vida delante de sus incrédulos ojos.
De inmediato quiso salir en busca de los asesinos más la conmocionada familia le suplicó que preparase las exequias de los jóvenes, a cuyos requerimientos ordenó enterrarlos en la iglesia de Santo Tomé. Mandó a su capataz enjaezar los caballos y reunir una cuadrilla de jinetes experimentados, partieron hacia su señorío en Villalba de los Llanos difundiendo entre los habitantes que se retiraba a llorar la irreparable pérdida. Confiaba en su capataz, era un hombre leal, valiente, aguerrido, un franco descendiente de los repobladores de los tiempos de Raimundo de Borgoña, quien adelantándose en solitario fue en busca del rastro dejado por los Manzano, adentrándose para ello en Portugal.
Regresó al cabo de los días con noticias fiables y el intrépido grupo emprendió viaje. Capitaneados con determinación por Doña María, vestida con ligera armadura y portando sobre el cinto del costado la espada de su hijo mayor, heredada de su padre, cabalgaron por rugosos y polvorientos caminos vecinales, a fin de no ser detectados por los espías de sus adversarios. Hallábanse Gómez y Alonso en una posada de la villa de Viseu, viviendo con relajo despilfarrando los reales, dedicados a la buena vida y mujeres, protegidos por asalariados caballeros. Advertida Doña María, organizó con sus veinte hombres el asalto, unos vigilarían las salidas evitando que alguno de ellos escapase y los otros derribarían los portones de la posada. Esperaron a la anochecida, acercándose sigilosos procedieron según lo habían acordado. Doña María luchó valientemente durante la contienda.
Viéndose los hermanos sorprendidos quedaron aterrados al comprobar quien comandaba el grupo. Echáronse al suelo lloriqueando a sus pies, suplicando clemencia, un gesto cobarde que no tuvo eco en el corazón devastado de aquella madre. Parece ser que ella misma les dio muerte con la espada de su hijo y esposo, después ordenó que les decapitasen, pues les consideraba mucho peor que si fueran animales, y ensartaran sus cabezas en una pica. Regresaron a Salamanca galopando sin apenas descanso. Llegaron a la plaza de Santo Tomé. Doña María agradeció con un gesto el esfuerzo del agotado caballo, desmontó, cogió las picas y dirigiéndose a la iglesia caminó hasta el lugar donde descansaban sus hijos, arrojó las cabezas de los Manzano sobre sus tumbas diciendo: “Hijos míos, he aquí a vuestros asesinos, descansad ahora en paz”.
Lejos de apaciguarse los impetuosos ánimos tras el terrible acontecimiento recrudeciéronse los odios enconados y durante varios años continuaron las luchas entre los dos bandos. Doña María Rodríguez de Monroy protagonizó una gesta memorable a los ojos de los habitantes de la ciudad y alrededores al vengar el asesinato de sus hijos. El suceso dejó impreso en la mente y en los corazones de los lugareños la sensación de habérseles hecho justicia, quienes la ensalzaron y admiraron por su extremado coraje, transmitiéndose la historia de padres a hijos. Doña María pasó a ser conocida con el sobrenombre de “María La Brava”. Murió pocos años después, siendo enterrada en la iglesia de su señorío en Villalba de los Llanos junto a su esposo.
En aquel inagotable conflicto que enfrentaba el deseo insaciable de unos y otros, medió fray Juan de Sahagún, consiguiendo en 1.474 la firma de la paz por ambos bandos en la Casa de la Concordia, sita en la calle de San Pablo donde un rótulo en latín aún se puede leer: “Ira odium generat, concordia nutrit amoren”. “La ira engendra el odio, la concordia alimenta el amor”.
Que preciosa historia y como siempre excelentemente documentada y escrita.