HISTORIAS DEL ORGULLO

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Vivir en la madrileña calle de la Reina tiene sus inconvenientes, no digo que no, pero también no pocas ventajas.

 

Placa de azulejos de la Calle de la Reina (Margarita de Austria), Madrid

Esa esquina con la Gran Vía es una de las entradas, desde el Mediodía, al barrio de Chueca. Y entre las ventajas está que lo ves todo, bien desde la ventana o bien desde la misma calle, si es que bajas. Eso quiere decir que guardo un anecdotario sabrosísimo, elaborado durante años, de las fiestas del Orgullo Gay, que ahora hay que llamar con un montón de siglas que no me sé y que no me voy a poner a buscar, porque todos ustedes saben bien a qué me refiero. Esas fiestas, las más grandes de Madrid desde hace muchos años, empiezan justamente en la puerta de mi casa.

Hay cosas imposibles de olvidar. El año en que, con el barrio a reventar de gente alegre y bulliciosa, salió una procesión de la parroquia de San José, que está al final de mi calle. Como lo oyen. Una procesión. Las diez de la noche serían. Hay que saber que esa parroquia pertenece a los kikos, el “Camino Neocatecumenal”, una de las sectas más peligrosas –y más poderosas– de las varias que acoge la Iglesia católica. Y montaron una procesión. Abría la marcha un mocito muy decidido, revestido con un roquete blanco de monaguillo y llevando en alto una ostentórea cruz prendida en lo alto de una vara. Detrás iban dos docenas de chavales, todos jovenzuelos, todos rezando y dando palmas y tratando de cantar las canciones ratoneras de su gurú, Kiko Argüello. Venían, obviamente a provocar. A convertir a los réprobos.

Duraron en la calle como diez minutos. No solo por la granizada de latas de cerveza que les cayó encima (llenas o vacías; esto no lo sé) sino, mucho más, por la cellisca de risotadas, burlas, guasas y carcajadas que les rodeó desde todas partes. El fanatismo tiene, a veces, una cura infalible: la conciencia de estar haciendo el más completo de los ridículos, que era lo que les pasaba a aquellos pobres críos. Enrojecieron, bajaron la cruz, dieron media vuelta, corrieron a refugiarse en la parroquia, fuéronse y no hubo nada.

Otra: el año en que la piadosa alcaldesa de Madrid, Ana Botella, ferviente seguidora de los siniestros Legiosaurios de Cristo del mexicano Marcial Maciel (todavía no había estallado lo de la pederastia de aquella gente), decidió que era indispensable preservar la hora de la siesta de una pequeña residencia de ancianos que hay cerca de la Plaza de Chueca, epicentro de la fiesta. Era un pretexto estúpido, esto ustedes ya lo saben: la devota señora Botella estaba decidida a boicotear la fiesta del Orgullo porque estaba convencida de que ser gay, además de una enfermedad contagiosa que se transmite por contacto con las peras y las manzanas, es un pecado gordísimo, de los peores que ha inventado la Iglesia. Así que, decidida a salvar nuestras almas empecatadas, no prohibió el concierto de la plaza de Chueca, eso no; lo que prohibió fue que sonase la música. En serio se lo digo. Se podía dar el concierto, pero sin que se oyese.

Imagen: antinoo.es

Fue genial. La organización repartió unos auriculares a cada persona que llegaba a la plaza, y fueron varios miles. Y así se vio cómo los músicos tocaban y cantaban sin altavoz, haciendo un ruidito apenas audible mientras, ante ellos, un enorme gentío, cada cual, con sus auriculares en las orejas, se agitaba rítmicamente, se contoneaba y bailaba en medio del silencio casi episcopal que llenaba la plaza. Se movían como zombis, es verdad, pero muertos de la risa porque sabían bien que el ridículo no lo estaban haciendo ellos sino la fervorosa señora Botella, que tiene las luces que tiene y ni un vatio más. Fue inolvidable.

Hay anécdotas para llenar un libro. El día en que teníamos una cena en el lado de acá de la Gran Vía, pero nosotros estábamos en el lado de allá. Y esa calle era, aquella tarde, el río Amazonas desbordado, repleto de carrozas y de un inmenso y ruidoso gentío –mozos musculosos y con poquita ropa– que formaba la cabalgata anual del Orgullo. Era imposible cruzar. Pero habíamos olvidado que Nieves Bayo, que nos comandaba, era de Jaca. Eso fue lo que nos salvó. Solo dijo: “Seguidme”, y se lanzó a la corriente humana con los codos en ristre y la determinación de un destructor de la Armada aragonesa. Nosotros hicimos una fila india tras ella, agarrándonos unos a otros como podíamos, y desafiamos también a la vorágine. Veinte minutos después (dense cuenta, ¡veinte minutos para cruzar una calle!) estábamos todos al otro lado, despeinados, con la ropa en desorden, maltrechos y temblorosos, pero vivos. No se había perdido nadie, cosa extraña. Nieves remató: “Hala, a cenar”. Y allá que nos fuimos, a un restaurante completamente vacío en el que el maître, Gregorio, nos miraba como si fuésemos náufragos: “Pero… ¿de dónde vienen con ese aspecto? ¿Han tenido un accidente?”.

El año –2005– en que la Iglesia y la derecha más extrema llenaron la calle de Alcalá con miles de manifestantes contrarios a los gais y al matrimonio igualitario, que estaba a punto de legalizarse. Había veinte obispos al frente, que se dice pronto; entre ellos el cardenal Rouco Varela, que cambió la mitra por una curiosa gorra de béisbol. Decían que estaban allí para defender a la familia y a la “libertad”, que hace falta cara dura. Los periodistas íbamos en una especie de aprisco hecho con cuerdas que unos chavales movían delante de la cabecera de la manifestación, y padecíamos los insultos de las señoras bien que aguardaban en la acera: vendidos, manipuladores, mentirosos, maricones de mierda todos. Uno de nosotros, sofocado, harto, se volvió hacia una de aquellas arpías: “Señora, por favor, ¡que yo soy de La Razón!”. La otra se quedó un momento con la boca abierta, pero reaccionó pronto: “¡Pues tú eres el peor de todos! ¿Qué haces aquí? ¡Traidor! ¡Periodista! ¡Mariquita! ¡Rojo!”.

1978 – Primera Manifestación del Orgullo en Madrid. Imagen: ABC

A los pocos días, mi pareja y yo bajamos para participar en la mani del Orgullo y nos encontramos con la mayor concentración humana que habíamos visto nunca, tan solo comparable a la del 23-F y, años después, a la de la matanza del 11 de marzo. Se acababa de legalizar, por fin, el matrimonio igualitario y miles y miles de personas alzaban en la mano, como un trofeo muy valioso… el Boletín Oficial del Estado, que publicaba aquella disposición legal. Que yo sepa, jamás el pobre y aburrido BOE se ha visto en otra como aquella.

Con los años, no pocos políticos conservadores acabaron “saliendo del armario” y admitieron su homosexualidad. No eran demasiados, pero tampoco más ni menos, proporcionalmente, que en cualquier otro partido. Eso suavizó algo –tampoco tanto, no se crean– la actitud de los gobiernos municipales de la derecha hacia las fiestas del Orgullo. Del sabotaje descarado se pasó al desprecio, al ninguneo y a la obstrucción administrativa, que siempre es algo más disimulada.

Yo no he podido entenderlo nunca. El Orgullo trae a Madrid a cientos de miles de personas que ocupan la práctica totalidad de las plazas hoteleras y que dejan tras de sí una venturosa lluvia de millones de euros. Las calles se llenan con una inmensa multitud festiva en la que hay muchos gais, cómo no; pero, si bajan ahora mismo a la puerta de mi casa, verán que la mayoría no lo es. Corren numerosas pandillas de chicos y chicas, matrimonios con niños, personas mayores que acuden en masa a hacer algo tan sencillo y tan necesario como pasárselo bien. Espantar las amarguras. Disfrutar de algo tan gozoso y tan dulce como es la celebración de la libertad. En este caso, la libertad de amar, que tanto tiempo y tantísimo dolor costó lograr.

Hace ya muchos años que las fiestas del Orgullo son para Madrid lo mismo que los Sanfermines con para Pamplona, las Fallas para Valencia o los Carnavales para Cádiz o Canarias: la fiesta grande, que llena la ciudad de gente y de alegría. Eso es bueno para todos. Nadie sale perjudicado con eso, todo lo contrario. Entonces ¿por qué esa contumacia de la derecha política en criticarlas, en sabotearlas, en obstaculizarlas y en ponerles dificultades?

Imagen tomada desde una de las carrozas en el desfile del orgullo gay de Madrid por Mar Outsiders

Pues es muy sencillo: porque no es una derecha solamente política. Está contaminada desde hace siglos, generación tras generación, por las creencias religiosas. Unas creencias que, al menos desde el Levítico y desde algunas enloquecidas cartas de San Pablo, han decidido que ser homosexual es pecado. ¿Cómo puede ser pecado algo que no puede evitarse? Pues yo no lo sé. Es como si decidiesen que es condenable ser pelirrojo, o zurdo, o de Crevillente. Pero así es: se lo enseñaron de niños y no hay forma de sacárselo de la cabeza. Da lo mismo que la sociedad haya cambiado, en ese sentido, tantísimo. Da lo mismo que esa actitud cerril y temerosa les coloque en el mismo bando que integran los radicales islamistas, Putin, los temibles evangélicos norteamericanos y prácticamente todas las dictaduras, teocracias y tiranías de la historia humana. Les da igual. Les salta el resorte mental de la educación católica y no ven más allá. Se fortifican detrás de memeces como esa de la “ideología de género” o el “lobby gay”, invenciones conspiranoicas que solamente existen en su imaginación. ¿Que la realidad les contradice? Pues la que se equivoca es la realidad, ¡no se van a equivocar ellos!

Ya se habrán encontrado ustedes con los habituales articulistas que preguntan por qué es necesario un día del Orgullo gay y por qué no hay un día del Orgullo heterosexual. Miren, no merece la pena discutir. Quien no lo entienda es que no lo quiere entender. Meapilas ha habido siempre y los seguirá habiendo. Y ahora, ustedes me sabrán disculpar: me bajo a la calle, que está llena de gente y de cánticos y de risas, y no quiero perderme el espectáculo de la alegría de los demás. No conozco nada más hermoso que eso. Buenas tardes.

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