Un día más en sus míseras vidas. Y otra noche más aguardando atenazados. Wolfgang, su madre y sus hermanos permanecían en silencio en sus camas paralizados por el amargo sabor del terror. El ruidoso arrastrar que hacían unos pies algo vacilantes al aproximarse, incrementado por la llave que intentaba encajar en la cerradura, hacía presagiar la tormenta que se avecinaba. La puerta se abrió y una ligera ventolera dispersó por los rincones de la humilde vivienda el pestilente y penetrante olor a alcohol. Un familiar vozarrón, atiplado y gangoso, vociferó desde el umbral. Wolfgang sintió cómo el menudo cuerpo de su hermano pequeño, apretujado contra él, temblaba de espanto. Una oleada de infinita ira le invadió, no tenía la fuerza suficiente para enfrentar la violencia de aquel brutal hombre que, como aquella noche, abusaba impunemente de su madre o de una de sus hermanas. Mañana, posiblemente, serían ellos los que se llevarían otra tunda que les volvería a dejar molidos de verdugones, a lo que ya deberían estar acostumbrados. Y así durante años.
La patética vida de aquella familia era ignorada. Wolfgang ya no trataba de sofocar los gritos de dolor cuando era agredido por el fornido de su padre. No importaba, nadie quería escuchar los dramáticos lamentos provocados por la embriaguez de un progenitor que maltrataba a sus hijos y a quien se atreviera a enfrentársele. Las persianas de las ventanas cercanas se bajaban aun más. ¿Y el Estado qué hace? -se preguntaba el joven- ¿Por qué no nos protege?. Se presentó en el Departamento de Protección de Menores. Necesitaban pruebas. ¿Pruebas? ¿Acaso su cuerpo magullado y tatuado de hematomas no bastaba? Las lágrimas anegaron sus ojos. ¿Qué Estado era aquel que nada podía hacer para terminar con el suplicio que soportaban cada día?
Se refugió todavía más en su grupo de amigos. La sensación de pertenencia suplía el vacío paterno, le aportaba seguridad y una superioridad que excitaba su adrenalina. Abandonó los estudios y buscó un trabajo, después de todo lo que necesitaba era ganar un jornal. Motte, antiguo miembro de las fuerzas de choque del Tercer Reich y padre de su amigo Dolf, les comprendía y les permitía reunirse en el búnker de su propiedad. Escuchaban música, bebían cerveza, se divertían. De las paredes del sótano colgaban cadenas de bicicletas, de motos, bates de béisbol, una gran bandera ilustrada con una esvástica y otros símbolos nazis. A cambio, escuchaban de vez en cuando las arengas del viejo Motte. Hablaba de los extranjeros, culpaba a los jays (turcos), a los negros o los refugiados de robarles el trabajo y debilitar la economía. Había que expulsarles y restituir el orden de las cosas. Alemania pertenecía a los alemanes. Era un auténtico republikaner, trabajaba con otro grupo, los ultraderechistas. Pretendían incorporarles en sus filas pero a ellos no les apetecía ser tan disciplinados y devotos, se conformaban con ser Oi-skins y darles algo de ‘marcha’ a los turcos.
Wolfgang decidió raparse la cabeza como los demás, se vistió con pantalón y cazadora negros a juego con sus ojos, entonces la manada comenzó a llamarle ‘Lobo Negro’. Una noche Andy y él fueron sorprendidos por varios turcos. Enzarzados en una desigual pelea le arrojaron al suelo, le metieron un pañuelo en la boca y le colocaron una navaja en la garganta. No veía a su amigo por ninguna parte, de pronto apareció con refuerzos, más cabezas rapadas desfilaron ante sus ojos presentando batalla. Los turcos, a los que habían declarado una guerra sin cuartel, huyeron.
Resentido todavía por la agresión su ánimo creció ante la siguiente batida. Necesitaban divertirse, alguna bronca, unos cadenazos y algún que otro navajazo. Provistos de aquellas herramientas más una botella de whisky y cantando una de sus canciones preferidas -‘Es un skin y un fascista, cabeza rapada y racista. No tiene moral ni corazón, odio y violencia son toda su razón. La guerra y la violencia son su bandera, y si eres su enemigo, no quedarás sin castigo’-, se lanzaron frenéticos a la búsqueda. De frente se acercaba un turco. Arremetió con un golpe de cadena que éste consiguió evitar. Insistió. Los demás se unieron, le derribaron. En el suelo, indefenso, el hombre sangraba. Wolfgang dijo –ya está bien, esto ya no es una broma-Fried y Jon le propinaron patadas hasta que dejó de quejarse. Había que hacer algo para obligarles a dejar su país -explicó Fried-. Andy quedó rezagado, sin participar, protestaba –me parece que nos hemos pasado, una persona es una persona-. Intentó protegerle, le recordaba a su hermano pequeño. Le advirtió que en la tribu debía callar. ¿Qué le pasaba? Sabía que era el único con un padre distinguido, un importante abogado, le quería y se preocupaba por él. Tenía suerte. Le envidiaba -manifestó Wolf-. Su amigo argumentó –Pero es socialista, sólo por eso soy de derechas-.
Un día se lo encontraron y le presentó. Les invitó a cenar en casa. Durante la cena escuchó atentamente a su hijo, éste leía un discurso extraído del libro ‘Mi lucha’ de Hitler, enseñanzas del viejo Motte. El desconcierto se apoderó de Wolf, poco antes Andy había expresado claramente su opinión: –Hitler, sólo pretendía impedir que aprendamos a pensar-. ¿Qué sentido tenía? El padre se mostró inquieto y les previno, ¿cómo podían creer aquella sarta de disparates, leer aquel libro como un mantra, y permitir que manipulasen sus mentes? Lo dejó claro, no era socialista si no miembro del Partido Social Demócrata. Le agradaba aquel hombre, las mismas delicadas facciones de su hijo, era amable, legal, y se podía hablar con él.
Un día, Wolfgang, pudo enfrentarse a su embrutecido padre poniendo punto y final a las interminables palizas. Su hermana se suicidó. Y su pobre madre confiaba en él. Le aconsejó estudiar, era inteligente y podía ser alguien. Entonces le enseñó el periódico. La noticia de un turco gravemente apaleado ocupaba la primera página. Otra portada posterior informó de su muerte. Se llamaba Özan Ugür. –Él se lo buscó- dirían los de la tribu. Limpiaron a fondo el búnker. Cuando la policía se presentó allí no encontró rastro que les incriminase. Motte ya disponía de un nuevo búnker. Se reunieron con el grupo de los ultras. Impresionaba verles, organizados y obedientes, saludando con el brazo muy erguido y pronunciando formalmente un rotundo ‘Hail Hitler’. El padre de Dolf llevó material del Holocausto y lo desparramó sobre la mesa, exclamó indignado, –Todo eso es pura invención. Mentiras. Los judíos lo inventaron para obtener pagos de reparación. Esa gente no se integraba-.
“Se reunieron con el grupo de los ultras. Impresionaba verles, organizados y obedientes, saludando con el brazo muy erguido y pronunciando formalmente un rotundo ‘Hail Hitler’.”
Andy vivía en el búnker, apenas se filtraba la luz a través de unos ventanucos, y soportaba todas las reuniones. Acabó enfermando. Wolf temió lo peor y decidió llamar al padre, para no levantar sospechas cargó con él y le llevó en un taxi hasta su casa como habían acordado. Tenía pulmonía. El médico, amigo de la familia, aseguró que aquel joven le había salvado la vida. Andy se recuperó y regresó junto a la manada, con la perspectiva de volver a vivir con su padre.
Scheuerer era otro antiguo nazi, amigo de Motte, disponía de una tienda donde había toda clase de material. Para celebrar el aniversario de la muerte de Rudolp Hess y rendirle homenaje se desplazaron cerca de su tumba. Le consideraban leal al régimen. Pronunciaron arengas y se atiborraron de bebida. Al finalizar se dirigieron a un albergue repleto de refugiados. Alguien arrojó un cóctel molotov al interior y las llamas prendieron con rapidez. La gente enloquecida y en pijama abrió las puertas e intentó salir al exterior. Los ultras les empujaban para hacerles entrar de nuevo. Una madre gritaba desesperada mirando hacia el piso superior. En aquellos momentos de confusión, gritos, sirenas acercándose, gente corriendo, Wolfgang logró atisbar una silueta que penetraba en el edificio y desaparecía entre las llamas. Pasó algún minuto sobrecogedor hasta que Andy apareció en una ventana llevando un bebé en los brazos. Los bomberos acercaron la escalera, bajaron al bebé y después a él. Wolf imaginó espantado los grandes titulares: ‘un skin arriesga la vida para salvar a un bebé refugiado’. Se sobresaltó. Si los demás le habían visto le matarían. Le buscó angustiado, oyó gemidos y se dirigió a la entrada del bosque, detrás de un árbol alcanzó a ver a otro skin con un bate en la mano a punto de caer sobre su amigo que yacía en el suelo ensangrentado. Un policía llegó y le redujo pero ya era demasiado tarde para Andy. Les detuvieron a todos.
Eligió como su abogado defensor al padre de Andy. Quería contar la verdad. -Tómate tu tiempo, cuando estés preparado lo haces- le dijo. -Y cuando salgas de aquí vienes a verme- añadió.
Tras los barrotes de hierro el agraciado rostro de su amigo parecía acompañarle y sus palabras se imponían a todas las arengas y discursos, resonando fuertemente en sus oídos: -¿Por qué somos tan salvajes y primitivos? Una persona es una persona–
Andy era bueno. En último momento volvió a sus raíces y recuperó sus valores e hizo que un dicho judío adquiriese sentido: –Quien salva una vida, salva al mundo entero–
*Estos hechos ocurrieron cerca de Stuttgart en agosto de 1.992. Relato basado en la vida de Wolfgang Schwarzer. El libro escrito bajo el seudónimo Marie Hagemann y titulado ‘Lobo Negro, Skin’. La escritora que investigó y entrevistó a Schwarzer mantuvo el anonimato por motivos obvios. Se publicó en 1.993.